Opinión
Ver día anteriorMiércoles 21 de septiembre de 2016Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Encrucijada
U

na vez más, los funcionarios públicos del área financiera elaboraron la propuesta de presupuesto y la de ingresos para 2017. Lo hicieron repitiendo prácticas añejas, casi siempre dolorosas o, de plano, dañinas para muchos, quizá para millones de mexicanos. Ellos solos porque, en efecto, sólo son un puñado los que definen, según su entender, las prioridades y marcan las rutas a seguir. Tuvieron en consideración, como desde hace ya muchos años, las pautas marcadas por los grupos de poder y presión. Por esto se entiende el conjunto de grandes empresarios, locales y del exterior, que tienen acceso directo a tales deliberaciones. A tan selecto cortejo se le agregan, en distintos tiempos y modalidades, representantes de los organismos multilaterales (OCDE, FMI y BM) y un manojo no muy extenso de analistas del sistema bancario nacional. Lugar preponderante ocupan los personeros de las célebres calificadoras de riesgo (Moodys, Standard and Poor’s o Ficht.) Las agrupaciones empresariales tienen una pesada voz que hace audible su interesada opinión. También entran en ese juego de balances los deseos de la cúpula pública en cuanto a estimar, por ejemplo, las inversiones que podrían propiciarse o detenerse de acuerdo con expectativas, unas veces precisas pero la mayoría del tiempo nebulosas.

El presupuesto de cada año es, sin pizca de extrañeza, una hoja de ruta de estricto cariz ideológico. Una sustantiva pieza del engranaje que sostiene al modelo vigente. Un modelo fincado y con destino manifiesto: aquellos que han sido y son sus beneficiarios. Modelo que, sin importar que hace agua por muchos de sus mecanismos de acción, sus hacedores se empeñan en darle continuidad, vigencia, aunque bien sepan de su precaria aplicabilidad. Muy a pesar que los filosos recortes incluidos afectarán el ya de por sí mínimo bienestar colectivo, en especial de aquellos situados en la base de la pirámide económica y social. Alegar que se han tenido en cuenta, dadas las restricciones (que son múltiples), los intereses de los que menos tienen es, simplemente, una presunción falsa. Es por ello que el índice que mide la desigualdad (Gini) se torna negativo de forma acelerada.

Habría que poner atención a las variadas opiniones que extienden todos esos capitostes arriba mencionados para sacar las debidas conclusiones. Todos sin excepción certifican la validez, la corrección, la pertinencia de lo presentado por la Secretaría de Hacienda al Congreso. Declaran que será, ¡oh frase célebre!, un ejercicio doloroso pero necesario. Incurrir en déficit presupuestal por cuarto año consecutivo equivaldría, dicen convencidos de su aserto, empeorar la deuda pública ya en niveles de riesgo. Por tanto, habrá que, una vez más, apretarse el cinturón, si es que muchos todavía poseen tal prenda.

Mantener el equilibrio de los fundamentos macroeconómicos es una consigna, casi religiosa, un mantra inapelable a observar por los oficiantes de las altas finanzas. De ello se deriva el grado de inflación permisible para que el proceso no se salga de control y amenace la confiabilidad del inversionista. El crecimiento del PIB también entra en el juego de las variables activas, las realmente importantes. Aunque este indicador se sabe afectado por ataduras bien conocidas (inversión) y que no han sido removidas, se planea, de manera alevosa, su frustrado empuje. El crecimiento de la economía es objetivo prioritario para las autoridades dada su incidencia en la creación de empleo, así como de mayores ingresos fiscales. La misma movilización de recursos, voluntades y energías implícitas en la aventura del crecimiento tiene repercusiones y ecos en la crucial gobernabilidad, hoy en día, al menos, titubeante. En este aspecto, desterrar la corrupción y el notable despilfarro se torna una imperiosa obligación de eficacia y, más todavía, de conciencia sin que se avance, tal vez se retroceda. El crecimiento, se sabe, no se obtiene por decreto y como resultado de decisiones llamadas estratégicas, sino con la activa participación de la gente trabajadora. De aquí surge el contar con otro ingrediente indispensable: el liderazgo fincado en la credibilidad, en la legitimidad tanto del conductor como del equipo de apoyo. Las efectivas pruebas para la confiabilidad no vienen gratis, se trabajan con paciencia y pruebas contundentes. Es por eso que los privilegios a la alta burocracia y sus prebendas descomunales, una y otra vez publicitadas y desoídas en la cúspide, introducen obstáculos insalvables para la solidaria aportación de las masas.

Pero todo este tinglado de sumas, porcentajes y restas, complejo y especializado del presupuesto y los ingresos, está viciado. Se olvida o sesga lo sustantivo: el pueblo afectado. El mero sujeto activo y que por lo visto no fue tomado en cuenta en la elaboración de tal instrumento y sus acuerdos básicos. Se espera que el Congreso rellene tan funesto referente faltante. Pero tal cosa, por desgracia, no sucede. Y no sucede por la desconexión existente entre la cúpula conductora y la base que debería dar sustento. Una brecha que se ahonda de manera preocupante y a la que se agrega espesa dosis de soberbio desprecio de las élites por las pulsiones y los sentimientos populares. Con este bagaje a cuestas nos enfilamos, sin pizca de ilusión y mucha desconfianza, al recambio de poderes en 2018.