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Penuria, dolor y cambio
A

ños de penuria: así calificaban a los años setenta del siglo pasado algunos estudiosos estadunidenses. Se pasaba por el conflicto estructural planteado por las élites emergentes que buscaban valorizar la guerra fría hasta culminar en el desafío petrolero planteado por los árabes al poder concentrado en Occidente.

En ese tiempo se sufrió la llamada stagflation, que era una incongruente combinación de estancamiento con inflación, que derivó en el abatimiento a ultranza del espectro inflacionario en Estados Unidos y desembocó en la estruendosa crisis internacional de la deuda que nos tocó inaugurar en 1981 y sufrir como pocos a partir de 1982. Así convergieron la penuria en el Norte y la primera prueba de austeridad a rajatabla en el Sur, donde algunos pueblos vivían, además, la crudeza infame de la represión fascista de sus Estados, como ocurría en el Cono sur de América.

Es probable que muy pocos hayan tenido el tiempo y la calma para darse cuenta de la profundidad y el dramatismo del cambio que se vivía. Lo que todos, con conocimiento y sin él, experimentamos con dolor, fue el ajuste financiero y comercial draconiano que se volvió recesión económica prolongada a lo largo de prácticamente toda una década, agravada por una política económica del desperdicio, que confundió los cargos con los abonos e hizo de la partida doble un galimatías, según la interpretación de Nathan Warman, Vladimiro Brailovsky y Terry Baker.

Con la implosión de la URSS y el desplome del comunismo soviético como imaginario alternativo, sobrevino la euforia globalista y se impuso la ilusión de un mundo unificado por el mercado y ordenado, poco a poco, por la democracia representativa. La venerable idea de la justicia social, que a lo largo de la segunda postguerra habían podido concretar en bienestar y redistribución los Estados del capitalismo democrático, fue arrinconada por el principio de la justicia del mercado pregonada por el profeta Hayek y sus discípulos, quienes por la vía democrática o la de Pinochet trataron de imponer los principios del libre mercado.

Estas ideas imaginarias se volvieron lugar común o sabiduría convencional a escala mundial, y por años asistimos al carnaval consumista que veía en la libre importación de computadoras o de autos BMW una muestra incontrovertible de nuestro acceso definitivo a la modernidad, rumbo al Primer Mundo. Paradójicamente, este arribo no trajo consigo un crecimiento económico alto y sostenido; más bien, su contexto se configuró como un estancamiento estabilizador que hizo más crudo el contraste entre el disfrute de las élites y el desamparo de millones de mexicanos desprotegidos y vulnerables. Y hasta la fecha.

Llegaron la crisis y su secuela engañosa de recuperaciones duraderas, y ahora la austeridad urbi et orbi, como si las décadas anteriores no hubiesen traído suficiente expiación. Sin mando claro ni visión larga; sin una justificación política coherente ni una perspectiva del porvenir. Abatidos por la violencia y la anomia.

Así hemos despertado a lo que hoy con toda evidencia debíamos ver como el falso amanecer del gran diseño neoliberal emprendido a fines del siglo XX, que John Gray pronosticó con notable anticipación ( False dawn, New York, 1998). Nos hemos quedado pasmados, como comunidad nómada en un desierto sin coordenadas.

La democracia que emergiera tras lustros de reclamos y luchas no ha auspiciado nuevos acomodos y entendimientos en los cuales fincar un horizonte común. Por eso, pero por mucho más, el reclamo de la renuncia del presidente es un despropósito, una irracional convocatoria a la fuerza, en favor de la ley del más fuerte.

Tal vez se deba a este inaudito vaciamiento y desvalorización de la política, que la arcana idea de un proyecto nacional pasara pronto a retiro. La democracia puso en cuarentena la idea misma de proyecto y todo se volvió, como dijera Norbert Lechner, un presente continuo.

Al filo del primer cuarto del siglo XXI, hemos de reconocer que aquella gran transformación falló. Que nuestros éxitos como grandes y novedosos exportadores de bienes industriales no se tradujeron en mayor crecimiento de la producción y del empleo, ni en una creciente y profunda articulación productiva y territorial. Que la integración ha sido hacia fuera y la desintegración hacia los centros, hasta el sur profundo y desgarrado o la emigración sin horizonte.

Es difícil y cruel asumirlo, pero es peor no reconocerlo.

El desarrollo y la madurez de las naciones se prueba cuando son capaces de reconocer sus yerros y se disponen con prontitud a enmendarlos y superarlos. Muy lejos de nuestra circunstancia actual.

No es misterio para nadie que la democracia no ha producido un buen gobierno; como tampoco el cambio estructural recuperó el dinamismo económico perdido por tanta carga para pagar inútilmente la deuda. La democracia nos hizo sentir más libres, pero no se hizo cargo de la desigualdad, que junto con la pobreza de masas, distorsiona la mirada, el gusto y el carácter, y degrada el discurso democrático mismo. Nos agobian y avergüenzan, pero no inducen a un auténtico despertar ciudadano.

De la penuria tan largamente vivida, hay que pasar a un gran proyecto basado en la cooperación social y el conocimiento; en la convicción de que la democracia plebeya alcanzada, tan insatisfactoria como es, es mejor, por mucho, que los absurdos entusiasmos de las pretendidas élites surgidas o afirmadas al calor de ese falso amanecer que ahora buscan inventar mayorías a modo, satanizar reclamos justicieros y perpetuarse en el mando del Estado. Con la venía de los prefectos del imperio.

Para gobernar esta tierra apache se necesita algo más que buenas maneras. Y, cuanto antes, salir del kínder.