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Número Especial octubre noviembre 2016 No 208

Tarea de romanos: la reforestación
de los médanos en Veracruz

María de la Paz Canales
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En uno de mis recuerdos más lejanos me veo muy contenta. Al fin voy a usar la gorra y la capa de terciopelo rojo que me ha hecho mi madre. Es que hay frío: ha entrado el norte. Las puertas de la casa se golpean al compás del viento que sopla y suena como el aullido de un lobo hambriento. A pesar de ello, quiero ir al kínder, si no, ¿cuándo estrenaré mi capa? Nada más atravesar la calle, empiezo a llorar. Las arenas que arrastra el viento me hieren las piernas como si miles de agujas me clavaran. Después nada recuerdo. No sé si fui a la escuela o me regresaron a casa.

Soy de Veracruz, del puerto. Nací en la calle de Hidalgo, en frente de un parque que en mis primeros años yo veía enorme. Mi casa estaba a tres cuadras de una barda que había sobre la calle de Montesinos para evitar el paso a las vías de los ferrocarriles que llegaban a la estación terminal. Allí terminaba la ciudad: grandes tanques de petróleo; algunas casas que habitaban gringos e ingleses, jefes de las compañías, y el muro norte que se adentraba en el mar. Un mar, decían, muy peligroso. Creo recordar que por allí había también un dique. Más allá, sólo playa y médanos.

Me acuerdo de los médanos. Casi rodeaban el puerto. Se extendían hasta el poniente; lomas y lomas de caliente arena en una inmensidad cuyo horizonte se borraba en un monótono páramo ocre. Lo único que crecía en las dunas eran algunos matojos, zarzas y cornizuelos punzantes; plantas sin clorofila, del mismo color que los arenales. El sol, siempre presente, lanzaba por instantes un destello que lastimaba los ojos.

Un domingo mi padre me dijo:

—Voy a la playa Norte, ¿quieres venir?

Yo, embullada, dije que sí. Ya en el camino le pregunté con extrañeza por el motivo de nuestro paseo.

—Quiero ver cómo anda la reforestación de los médanos que está haciendo el ingeniero Quevedo. Una tarea de romanos.

Seguimos andando, cruzamos el boquete, como nombraban al hueco, como de tres metros, hecho en la barda de protección de las vías. No sin cierto peligro, por allí se acortaba el camino hacia la playa. Poco después se llegaba a los médanos, ahora distintos, atravesados en la cúspide por estacas de madera. Algunos me parecieron lomos de saurios prehistóricos y otros grandes cabezas adornadas con peinetas. Mi padre estaba emocionado, ágilmente trepaba lo alto del médano y me hacía notar el ancho de los maderos, quizá de veinte centímetros, sus alturas disparejas, unas más resalidas que otras. Lo más sorprendente era que del lado que no batía el viento, debajo de las estacas, franjas verdes de plantas crecían.

No recuerdo haber ido al poniente del puerto en esa época. Nunca sabré si habría más floresta por ese lado. Los que podrían decírmelo seguro ya están muertos. Solo sé que más o menos una década después de aquel paseo, en 1938, el año que terminé el bachillerato, uno de los festejos fue irnos a bañar a la playa Norte. Los médanos ya no existían. Casuarinas ya crecidas los habían cubierto. Todo el mundo les decía pinos, pero mi padre conocía su verdadero nombre y su origen australiano. Donde antes estaban los terregales había un paseo de circunvalación con una cúpula de fronda y sombra, pues las casuarinas se unían en lo alto. Mi padre y yo lo recorrimos juntos y alguna vez me dijo:

—Esto se lo debemos a Miguel Ángel de Quevedo.

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