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País para morir

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ueno, nos siguen matando. Cinco muertos –dos de ellos, estudiantes normalistas de Ayotzinapa–, durante un asalto a un transporte colectivo en la carretera que va de Chilpancingo a Tixtla, en una región en la que, todo mundo sabe, las organizaciones delictivas están alineadas con los partidos políticos que detentan el poder en ambos municipios. Una muchachita desaparecida en el estado de México y hallada unos días después, muerta. Un sacerdote de Michoacán. Cinco soldados del Ejército Mexicano emboscados en plena capital de Sinaloa. Una trabajadora sexual que se ganaba el pan en Puente de Alvarado, atacada a balazos por un cliente a bordo de un vehículo, a la vista de todo mundo, un agente del Ministerio Público que hizo su trabajo sabrá Dios cómo, un juez que dejó libre por falta de pruebas a un asesino capturado in flagranti y la sospecha indeclinable de que los mecanismos de justicia están tan manchados de transfobia como el propio criminal. Una ejecutiva española secuestrada y asesinada en el trayecto de Santa Fe a Polanco y una fotógrafa canadiense que viajaba por Yucatán. Cuatro migrantes centroamericanos asfixiados en un camión de carga.

Cuerpos en Guerrero. Cuerpos en Veracruz. Cuerpos en Chihuahua. Cuerpos en Morelos. Desapariciones a granel. Mujeres y hombres, torturados en forma rutinaria por militares y policías federales, estatales, municipales y hasta bancarios. El recipiente de la memoria a corto plazo se ve desbordado por rostros, nombres, averiguaciones torcidas, culpables fabricados, simulaciones de eficiencia y declaraciones exasperantes, como esa del subsecretario de Gobernación Alberto Begné Guerra (Torreón, 28/9/16), de que la violencia no se resuelve con más violencia, sino que se requiere de políticas públicas para combatir de raíz las causas que la generan, un reclamo que la sociedad viene gritando desde hace una década ante los oídos sordos del calderonato y después, ante los más sordos, si cabe, del peñato, y que a estas alturas es una reverenda obviedad.

Allá arriba, en las alturas de la frivolidad y la insolencia, la mayor parte de las cúpulas políticas y empresariales prosiguen como si nada el saqueo de las arcas públicas, de los recursos naturales y de los pesos y centavos que las clases populares y medias adquieren con cantidades crecientes de sudor y frustración. Políticos y funcionarios se aseguran el futuro mediante liquidaciones y jubilaciones millonarias, el que hace de presidente aprovecha el menor pretexto para abordar el palacio volante que le dejó de regalo el antecesor e irse a cualquier lado a ver si algún estadista le hace la caridad de tomarse una foto con él. Un manojo de gobernadores corruptísimos y sangrientos se apresta a dejar el cargo en olor de impunidad, a sabiendas de que sus sucesores en el cargo harán una puesta en escena de investigación y que, a la postre, no pisarán la cárcel: es mucho y muy turbio lo que saben sobre la conformación del actual Ejecutivo federal como para ser castigados.

La dictadura del empresariado es cada vez más descarnada y hasta grosera con sus socios y sirvientes de la política institucional, y éstos siguen entregándole concesiones oscuras, contratos impresentables, jirones de propiedad pública, frutos del despojo a pueblos, barrios y comunidades. La capital de la República ha perdido su condición de territorio seguro y libre y ha derivado al descontrol delictivo y el exceso represivo mientras su gobernante se gasta el presupuesto en carísimos aspavientos publicitarios para posicionarlo en la carrera presidencial. Otro tanto hacen el secretario de Gobernación y el gobernador de Puebla. Los partidos del Pacto por México se intercambian sonrisas, cheques y una que otra puñalada mientras mueven sus fichas para llevarse las mejores tajadas posibles en el gran acuerdo que están construyendo para 2018, cuando deberán enfrentar la cólera ciudadana por otros seis años de miseria, pudrición, violencia, entreguismo e insensibilidad extrema.

Decenas de miles de muertos y desaparecidos en cuatro años, bajo los emblemas tricolor, blanquiazul y amarillo con toques de verde y turquesa. Peña Nieto se ufana porque México subió seis posiciones en una escala internacional de competitividad. Pues cómo no, si durante décadas los gobernantes han devaluado en forma implacable y sistemática el precio de la mano de obra y hoy, medida en salario mínimo, el país tiene una de las más baratas del mundo, por debajo de Haití, Guatemala, El Salvador, Honduras y República Dominicana. Cómo no vamos a ser altamente competitivos si subsidiamos con carne humana casi gratuita la sed insaciable de utilidades de las grandes empresas.

Si trabajar es ganarse la vida, la vida de un asalariado de base vale menos de cuatro dólares al día o, cuando la pierde, 10 o 20 mil pesos de indemnización para la familia. A menos que se trate de un ex presidente, de un magistrado de la Suprema Corte o de un secretario del gabinete. Y si la vida no vale (casi) nada, si para colmo se trata de un recurso abundante y prácticamente inagotable, qué de extraño tiene que se le saque el jugo no sólo en la formalidad de la industria, el comercio y los servicios, y que se le desperdicie en los mataderos informales del secuestro, el feminicidio, el narcotráfico, el asalto común, la trata de personas.

¿En qué país vives? suele ser una pregunta ordinaria que da por sentada condición de las naciones como espacios geográficos, culturales, políticos y culturales para vivir. Pero el México de los gobiernos neoliberales –de 1982 o 1988 a la fecha– ha sido transformado en un espacio para morirse o, mejor dicho, para matar: de sobreexpotación (¡ah, pero qué competitivos somos!), de falta de salud, vivienda y comida, de depresión o de bala.

¿Y quién nos salva de este infierno? Pues no hay nadie a la vista, porque el genocidio mexicano es más educado y discreto que el de Ruanda, el país tiene una institucionalidad cuyos jefes se codean (bueno, se codeaban hasta hace poco) con dignatarios extranjeros y nadie quiere el despliegue de cascos azules (que, además, en la mayoría de los casos no sirven para maldita la cosa) en el territorio nacional.

Por eso, cuando apenas asomaba el desastre presente, López Obrador usó la frase sólo el pueblo puede salvar al pueblo y ha encabezado desde entonces un esfuerzo de organización social con presencia en todo el país orientado a detener la barbarie. Ello no impidió que un loro ilustrado le adjudicara la pretensión de salvador, o sea, de Mesías. Aquello, envuelto en disquisiciones pretendidamente profundas, terminó por volverse un insulto común, con la entusiasta y masiva promoción de los medios oficialistas.

Y sin embargo, la consigna es hoy más vigente que nunca: sólo el pueblo puede salvar al pueblo, porque las violencias criminales, gubernamentales y sociales tienen su raíz profunda en un modelo económico que nos vuelve desechables, y nadie más que los ciudadanos de a pie y las colectividades son capaces de lograr, organizados, cambiar ese modelo para detener la barbarie en curso y convertir el matadero en un país para vivir.

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