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¿Hegemonía rota?
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poco más de un mes del miércoles negro, cuando Enrique Peña Nieto recibió a Donald Trump en la Ciudad de México, la marca de esa fecha parece esclarecerse día con día. No se trata, por lo visto, como sigue insistiendo la prensa sistémica (una buena alegoría para describir el secuestro oficial de la prensa), de una simple falla de cálculo o un error, por más que se le agregue el adjetivo de histórico. Todo indica que el daño fue considerablemente mayor y más severo, del todo severo, digamos: no un error, sino un agravio. Un error se gestiona con una explicación, abre el compás de una espera (los errores, se piensa, podrían no repetirse). Un agravio, en cambio, no se perdona. Es lo irreversible mismo, precisamente aquello que en su escueto simbolismo no tiene reparación. El rostro profundo y sordo de la separación.

Lo que Peña Nieto sustrajo al sistema político mexicano en ese par de horas fatales fue acaso la esencia misma del principio que lo hizo perdurar durante tantas décadas: la identidad entre la soledad de la Presidencia y la perdurabilidad de la nación. El mínimo universal que sostiene a cualquier Estado moderno (incluso a su versión tecnocrática); el desplome de la ilusión del last man standing. Perdida esa ilusión por la vía más onerosa, una suerte de síndrome de Estocolmo de dimensión institucional, lo que queda es la desmetaforización del poder que representa (el rey va desnudo); un indecible y flotante sentimiento de caída. Un mal que, en política, no tiene cura, o al menos cura predecible.

La del Partido Revolucionario Institucional (PRI) es ahora no una crisis de credibilidad (como sucedió con el caso de la Casa Blanca) o de legitimidad (la que siguió a la desaparición de los 43 estudiantes de Ayotzinapa), sino la suma de todo: probablemente una hegemonía rota. El término se debe a Rainer Schürmann ( Broken Hegemonies, Universidad de Indiana, 2003), y quiere denotar el cambio de una era por otra. Las hegemonías rotas transcurren, antes de dar paso a lo nuevo, a lo largo de cinco momentos, los cuales se mezclan intermitentemente.

La negación: ¿cómo es que esto puede estar pasando? El sistema se niega a aceptar su ocaso; la gente tampoco lo cree posible. La frontera reside cuando el establishment no reacciona bruscamente. Ya en las encuestas (como las de GEA) que circulan entre quienes toman decisiones, se especula con una posible renuncia, seguida del no sería el momento adecuado. Pero el hecho de que se especule es ya indicativo. La renuncia, por cierto, llevaría a una Presidencia interina y a nuevos comicios. Casi un trámite en cualquier régimen parlamentario, si bien no en el sistema mexicano, en el que aparece como una opción exótica (aunque, no se olvide, en tiempos exóticos).

La indignación: estalla cuando el ocaso se percibe irremediable. La condición para que esto suceda reside en el grado cero del plano de expectativas de la propia élite gobernante. (Los ruidos que se escuchan desde el gabinete son: Vámonos de aquí, nadie nos va a dar chamba en lo que sigue.)

La gestión de los miedos: la esperanza de que el trance se puede posponer. Al parecer, el PRI podría aventurar una candidatura temprana (¿Eruviel?), para tratar de atraer la atención y la gestión con una sustitución informal. El dilema es que la otra gran fuente del miedo ciudadano –el crimen organizado– se ha disparado. Como si presintiera el despoblamiento mismo de la autoridad central. Las noticias de que el asesinato de los soldados en Culiacán fue obra de la policía local habla ya de estados de guerra incivil.

La depresión: ¿qué habrá de sustituir a lo que está por terminar? Hay una pérdida general de orientación, tanto del Estado como en la sociedad. Las alternativas políticas se ensimisman en la medida en que no quieren perder el paso de la misma crisis. Andrés Manuel López Obrador, por ejemplo, es el que más aboga para que el sexenio termine de una u otra manera. Es evidente, cada día que pasa la hegemonía rota se va desgarrando cada vez más. El Partido Acción Nacional también preserva sus problemas. El affaire en el que Felipe Calderón y su esposa Margarita Zavala fueron rechiflados en un recinto de Ciudad Juárez habla de las dificultades de la candidatura de la segunda. A diferencia de Hillary Clinton en Estados Unidos, por ejemplo, no se ha separado a tiempo de la impregnación del sexenio familiar.

Finalmente, la ruptura: la sociedad ya no quiere (seguir siendo gobernada por lo mismo) y la élite gobernante ya no puede (gobernar). Comienza la tarea de erigir un nuevo poder instituyente. El dilema es que el trance coincide con el trance sexenal que afecta ritualmente al sistema. El rito y el hito de la mano.