Opinión
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Tiempo de Blues

Nunca tanto en tan poco... dos rituales extremos en el corazón de la CDMX

Primera llamada

V

iajar, literalmente, a dos continentes musicales en una sola noche, de la tradición popular de fines del siglo XIX con La Canción Cardenche, canto a capella en la que se unen tres voces para interpretar una gran y casi extinta tradición oral proveniente de la región conocida como La Laguna, enclave entre Durango y Coahuila.

Apenas cuatro cuadras nos separaban del acontecimiento musical que en Zócalo de la CDMX tuvo lugar el mismo día y a la misma hora. Mayor contraste no podía haber entre las tragedias y corridos, de los cantos de la tierra de peones explotados, rayando en la esclavitud, que se reunían después de agotadoras jornadas lejos de los patrones de las haciendas para hacer –al igual que los intérpretes de blues– un canto necesario, que contaba sus penas. Así se inició esta tradición, un canto sin instrumentos musicales, de tan pobres nunca incorporaron siquiera una guitarra.

La noche del 1º de octubre de 2016 quedará en la memoria de los cientos de miles que acudieron al Zócalo de la CDMX a participar del concierto de Roger Waters, porque con él no sólo se va a disfrutar del impresionante audio y la parafernalia de iluminación –con todo y rayos láser–, pues su delirante espectáculo nos lleva a ser partícipes, a corear, brincar, aullar, chiflar, llorar, formar parte de estar ahí hombro con hombro en ese ritual colectivo tan esperado por miles de seguidores no tan sólo de la capital, pues ahí se formaron con horas de anticipación fanáticos de otros estados para poder ingresar a la Centenaria Plaza de los Rituales.

Segunda llamada

La canción Cardenche, al igual que el blues rural, es un canto hacia adentro; no se canta para los demás ni para entretener a nadie, cantos de basura los llamaron. Los peones se juntaban alrededor de una hoguera y una botella de sotol –para afinar la voz decían– y con base en tres voces principales: la primera o fundamental, que generalmente lleva el líder del grupo, conocedor de un amplio repertorio (del que se ha perdido más de 50 por ciento), la de arrastre o marrana voz grave con un registro de bajo y la contralta o requinto que con su registro agudísimo da la sensación de lamento, voz desgarrada y doliente.

De esta tradición musical poco se conoce fuera de la región lagunera. Hay pocas grabaciones de los años 70. El INAH editó en esa década un disco con estos cantos, y recientemente un cedé de Ediciones Pentagrama. Pero esa noche tuvo lugar la poesía, apareció el México profundo en las voces de tres viejos. Uno de ellos, con voz baja y clara al micrófono, nos dice: Nosotros ya vamos de salida, y ojalá los más jóvenes puedan continuar con esta tradición oral.

Tercera llamada

Mientras tanto, en la plancha del Zócalo se congregaron cientos de miles de seguidores de Roger Waters en un concierto que fue ampliamente comentado por todos los medios impresos* y electrónicos. Lo que quedó claro fue que silbamos y gritamos las consignas a las que Roger Waters dio lectura con fuerte acento y a las frases de los letreros luminosos que evocan y provocan con fondo musical a mentarle la madre a Trump o a gritar un sonoro: ¡Renuncia! Los ecos de ese descomunal orfeón ahí quedaron, como preámbulo, quizá, a la movilización del día siguiente. ¿Cuántos de los que asistieron a ese impresionante concierto marcharon al día siguiente por el 2 de octubre? Mera curiosidad.

Sobre la calle de Donceles había gente apresurada para entrar al teatro Esperanza Iris. Público curioso y conocedor de esta tradición lagunera medio llenó el lugar –ya casi centenario–, que se ha convertido en una excelente alternativa cultural (basta ver su cartelera), y ahí tuvo lugar el ritual, a través de los cantos que compartieron en el escenario con un novel coro formado hacía apenas tres semanas antes del concierto.

Juan Pablo Villa es el nombre del compositor, ejecutante de piano, acordeón y guitarra, ja- zzista de corazón, arreglista y director de coros, quien presentó al lado de esos ensombrerados cardencheros –cubiertos con un halo de dignidad y sencillez pocas veces visto arriba de un escenario– una sorprendente fusión con base en la canción cardenche de un coro mixto de más de 20 elementos que me llenaron el alma con esa epifanía de que en este país no todo está perdido. Ahí, en escena estaban plenos ciudadanos de esta nación que, con talento y amor por su oficio y tradiciones, logran que el país no se hunda en esos mares pestilentes de los que estamos rodeados.

Noche de contrastes, de lo más sencillo y elemental a la más formidable parafernalia del espectáculo. A todos ellos: gracias.

*Ver nota de Pablo Espinosa (La Jornada/ 1/10/16).