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Colombia, entre el Nobel, la paz y la guerra, ni sí, ni no, abstención
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e ha pasado de la euforia, tras la firma de los acuerdos de paz, a un escenario político que pocos oteaban en el horizonte. Tras cuatro años de negociaciones, en los cuales los interlocutores rompieron la barrera de la desconfianza mutua, la voluntad política de acabar con un conflicto que desangra al país desde hace medio siglo emergía con fuerza. La paz dejó de ser una quimera. Cuba, el escenario de las negociaciones, abría la puerta a la esperanza.

El gobierno de Colombia, representante legítimo del Estado y las Fuerzas Armadas Revolucionarias, rompieron el círculo vicioso. Atrás quedan las experiencias fallidas de paz, la más reciente, la firmada por Belisario Betancourt y las FARC, en 1985. La extrema derecha, los grupos empresariales, grandes terratenientes y ganaderos, sabotearon los acuerdos, entre ellos Álvaro Uribe. La Unión Patriótica, partido emergente que aglutinó a ex militantes de las FARC, se configuró como la tercera fuerza política. Sin embargo, tras sus buenos resultados en las elecciones de1986, serían asesinados más de 7 mil de sus militantes, dos candidatos a presidente, alcaldes, diputados, senadores y jueces.

En los años que dura el conflicto, casi 8 millones de hectáreas han sido expropiadas por la fuerza a sus legítimos propietarios, pequeños y medianos campesinos. El grado de concentración de la tierra, como bien señala Enrique de Santiago, asesor jurídico de las FARC-EP en la negociación, hace que: 53 por ciento de la tierra cultivable esté en manos de 2 mil 300 personas. Por tanto, nada molesta más a los grandes propietarios que oír hablar de las 10 millones de hectáreas que, según los acuerdos de paz, van a ser entregadas y tituladas a los campesinos sin tierra. No se trata de una reforma agraria, ni siquiera de reintegrar las tierras que fueron expropiadas ilegítimamente, es un intento de revertir el proceso y compensar a las víctimas de la guerra.

Hoy los partidarios del no, mismos que boicotearon a los acuerdos de paz de 1985, han ido más lejos, si eso es posible. Su campaña se ha fundado en la mentira, en crear un ambiente de indignación. Juan Carlos Vélez, coordinador del no, mano derecha de Álvaro Uribe, reconoce, en una entrevista concedida al periódico La República, que hicieron una campaña –donde– unos expertos de Panamá y Brasil les dijeron que la estrategia era dejar de explicar los acuerdos para centrar el mensaje en la indignación.

“En emisoras de estratos medios y altos nos basamos en la no impunidad, la elegibilidad y la reforma tributaria, mientras en las emisoras de estratos bajos nos enfocamos en los subsidios. En cuanto al segmento en cada región utilizamos los respectivos acentos. En la Costa individualizamos el mensaje de que nos íbamos a convertir en Venezuela. Y aquí el no ganó sin pagar un peso. En ocho municipios del Cauca pasamos propaganda por radio la noche del sábado centrada en las víctimas.”

La tergiversación del conflicto, el odio y las malas artes han logrado que el no obtenga una ventaja de 56 mil votos entre los casi 13 millones de votantes que acudieron a las urnas. La manipulación de la violencia y la impunidad han sido el eje de su discurso. Esta guerra desigual, que se ha cobrado más de 250 mil vidas, en su mayoría campesinos, dirigentes sindicales, defensores de los derechos humanos, maestros, hombres y mujeres del pueblo. Sin temor a equivocarme, seguramente, un 98 por ciento han sido víctimas de las fuerzas armadas, los grupos paramilitares, los sicarios, los escuadrones de la muerte y los cárteles de la droga.

Narcotraficantes, mutados en propietarios de tierras, hacendados, ganaderos y latifundistas se expanden en complicidad con el poder político, son socios y beneficiarios de los dineros provenientes del crimen organizado. Así se financian campañas presidenciales, diputados y senadores, alcaldes gobernadores y promueven los asesinatos en masa.

Masacres y matanzas han sido descritas en el libro Colombia nunca más. “Humildes campesinos perdían sus ojos, sus victimarios los amarraban a un árbol de cualquier frutal y después de ser ultrajados y golpeados sin descanso y acusados de auxiliar a la guerrilla o de profesar ideas extranjeras, sus ojos eran arrancados a sangre fría (...) y en muchas ocasiones, su lengua cortada como una forma de escarmentar al reo por haber pedido respeto a su vida, a su integridad o por haber denunciado ante las autoridades (...) campesinas eran violadas por uno o varios de estos criminales pertenecientes al estamento gubernamental o pertenecientes a los grupos narcoparamilitares. En ocasiones cuando una mujer estaba embarazada, su vientre era abierto y su pequeño embrión en gestación era tirado al río o a los animales salvajes. Si en el lugar había presencia de niños o niñas, estos eran obligados a contemplar el horrible espectáculo y luego eran asesinados. Las niñas, en la mayoría de los casos eran violadas (...), en regiones más apartadas, las víctimas eran quemadas para evitar la labor de identificación de las autoridades judiciales...”

Después de esta descripción, ¿cómo es posible que 64 por ciento de los colombianos se abstuviesen, que no les importase la vida de sus semejantes? No hay justificación. Se ha invisibilizado la realidad, se convive con la muerte, se pierde el sentido de la dignidad y los valores que confluyen en un proyecto democrático. El no a los acuerdos de paz es reversible. Lo preocupante son los millones de colombianos que han considerado que la paz no es un problema que les atañe. Indolentes, inmunes e indiferentes a las masacres y asesinatos que desangran al país.

Bienvenido el triunfo del neoliberalismo y la deshumanización de la política. Aún así, es necesario continuar.