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La diabetes, problema de salud y de economía
L

as consideraciones que sobre la diabetes y sus perniciosos efectos en la salud de la población hizo ayer el titular de la Secretaría de Salud, José Narro Robles, llaman –una vez más– la atención pública sobre las medidas necesarias para reducir drásticamente la incidencia de esa enfermedad, que en México afecta a cerca de 6.4 millones de personas. En el contexto de la 24 Caminata Nacional del Paciente Diabético –cita anual iniciada en 1992 para enfatizar la importancia del ejercicio en el control de los niveles corporales de glucosa–, el funcionario recordó que los inadecuados estilos de vida que prevalecen en nuestra sociedad (especialmente en los ámbitos urbanos) son determinantes para que esa afección continúe su alarmante tendencia al alza. La alusión a dicha propensión cobra especial relevancia si se toma en cuenta que, según datos de la Organización Mundial de la Salud, a lo largo de los dos decenios anteriores la cantidad de personas a quienes fue diagnosticado el trastorno metabólico se ha multiplicado por tres. En paralelo, también aumentaron notablemente los casos de obesidad y sobrepeso, evidenciando el estrecho vínculo que une a los dos padecimientos.

Si la cifra oficial de diabéticos resulta preocupante, lo es aún más si se atiende a una observación en la que coinciden investigadores, especialistas y organismos encargados de combatir el mal: al de por sí elevado número de adultos diagnosticados con algún grado de diabetes, habría que sumarle (si se pretende contar con un panorama real de los alcances de la enfermedad) el de las personas que la padecen sin saberlo, por lo que no se someten a tratamiento médico alguno.

La diabetes es, pues, en primer lugar un problema de salud pública y de calidad de vida (o más bien de falta de ella) que día a día va adquiriendo un perfil más amenazante; pero es, también, un problema que presenta alarmantes facetas económicas. Una de ellas está constituida por las pérdidas que en materia de productividad genera la aparición de esta afectación, sus secuelas y su atención; otra, el alto costo que demanda el tratamiento adecuado de cada enfermo, que según estimaciones conservadoras va de 10 mil a 45 mil pesos por año, lo que se traduce en una pérdida que en total asciende a unos 85 mil millones de pesos en ese mismo lapso.

Estos datos son ampliamente conocidos; tanto como las campañas que desde diferentes ámbitos públicos y privados se llevan a cabo regularmente para controlar el padecimiento, y que ponen el acento en la necesidad de que la ciudadanía modifique los hábitos de consumo y de vida, porque, apuntó el propio secretario de Salud, si seguimos como vamos, no va a haber presupuesto que alcance.

No obstante, este punto se relaciona menos con el ámbito de la medicina que con el de la economía doméstica y general. Sucede que para un considerable porcentaje de nuestra población modificar sus hábitos alimentarios, y cambiar los que tiene por otros más saludables, es poco menos que imposible: millones de personas que viven de su trabajo –demás está decir que mal retribuido–, sencillamente comen donde pueden y lo que pueden. Imposibilitados de alimentarse equilibradamente en su casa, con productos que aunque estuvieran en ella difícilmente podrían comprar, multitud de hombres y mujeres se malnutren a diario en ocasiones de manera consciente y las más de las veces sin advertirlo, convirtiéndose en candidatos a engrosar las filas de diabéticos que ya registran las alarmantes estadísticas nacionales de salud.