Política
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Debatir, no (des)calificar
L

a propuesta zapatista y del Congreso Nacional Indígena (CNI) de postular a una indígena para la Presidencia de la República desató (como era de esperarse y como seguramente lo previeron sus autores) una avalancha de reacciones apasionadamente críticas o elogiosas, según la postura de cada quien. Sin afirmar de ninguna manera que el análisis ha estado totalmente ausente en esas reacciones, se puede decir, sin embargo, que la prisa por calificar o descalificar, ya sea a los zapatistas, ya sea a sus críticos, ha tenido prioridad sobre el análisis racional y sereno. Unos buenos amigos y compañeros de lucha en Chiapas comenzaron por defender apasionadamente la propuesta del EZLN-CNI y acabaron confesando que en realidad no entendían por qué la figura de una candidatura presidencial, cuando tanto se ha criticado el proceso electoral y cuando lo que se busca es la organización y no la Presidencia. Es indispensable invertir ese orden: hay que dejar atrás la obsesión de estar en pro o en contra y atender primero la necesidad de entender.

Los griegos inventaron la palabra democracia y también nos legaron la palabra ágora: el ágora no es más que el espacio en que se funden en una las dos definiciones que dio Aristóteles del ser humano: animal racional y animal político. Sin un foro donde se debatan racionalmente los asuntos políticos simple y sencillamente no hay democracia (y se podría inferir que tampoco humanidad). Las líneas que siguen no son pues un intento de calificar o descalificar la propuesta zapatista, ni de posicionarse en pro o en contra, sino un intento por contribuir a que se abra ese debate necesario. Y el debate político necesita la historia, tanto la más inmediata como la más lejana.

Cuando, para total sorpresa de los mexicanos y del mundo, surgió a la luz el levantamiento zapatista el primero de enero de 1994, tampoco faltaron quienes se apresuraron a descalificarlo. El camino más fácil (además de afirmar que los líderes eran extranjeros) era decir que eran unos marxistas trasnochados. Marcos respondió al bote pronto diciendo que eso no era cierto, que lo único que sabía de marxismo lo había aprendido viendo los monos de Rius y que sus verdaderos maestros en lo ideológico, lo político y lo militar eran Villa y Zapata. Sin discutir si el ciento por ciento de la respuesta era verdadera, es claro que sí ha habido un profundo y atento seguimiento de la historia de México, y en particular de la de Zapata, que ha permeado en mucho las posturas de los zapatistas de Chiapas. Es evidente, por ejemplo, que en la desconfianza de los zapatistas actuales hacia el poder central y la lucha en torno de él hay mucho de la actitud de Zapata simbolizada en la famosa anécdota de la negativa a tomarse la foto en la silla presidencial y la frase que la acompaña: si de mi dependiera yo quemaría la silla que ha costado tantas vidas. Más allá de este episodio, Marcos llegó a ofrecer su lectura de la historia de las grandes luchas del pueblo mexicano que se podría resumir así: en la Independencia los criollos y después los mestizos utilizaron a los indígenas como carne de cañón para sus propios fines. En la Revolución Mexicana los campesinos volvieron a ser utilizados y traicionados. Su conclusión política práctica: ya no permitiremos que nos vuelvan a utilizar y a derramar nuestra sangre para fines que no son los nuestros. Si las palabras no son textuales sí están muy cerca de ello, y confío en que reproduzcan en lo esencial la postura marquista-zapatista. Es fácil imaginar que cada vez que ven a López Obrador los zapatistas ven detrás de él la sombra de Madero, quien, después de usar a sus homónimos para derrocar a Díaz, se olvidó de sus promesas agrarias.

Ahora bien, es evidente que esta lectura de la historia y las lecciones que se sacan de ella son posibles porque hay una verdad innegable en los hechos que aducen. Pero es posible otra lectura diferente (como también otros mundos son posibles).

En su libro clásico sobre el zapatismo Raíz y razón de Zapata, que a su vez se convirtió en fuente de otros clásicos, como el de John Womack, Jesús Sotelo Inclán puso en relieve este dato: que la lucha de Anenecuilco por la tierra no comenzó con Emiliano Zapata, sino muchos siglos antes, incluso antes de la conquista, contra el imperio azteca. La coyuntura de la movilización nacional que se convirtió en la Revolución Mexicana fue lo que permitió que esa lucha local adquiriera una proyección nacional; si no se hubieran subido al tren de la Revolución la lucha de Anenecuilco hubiera seguido siendo una mera lucha local, como tantas otras. Posteriormente, ya después incluso del asesinato de Zapata, fue la alianza que sus sucesores aceptaron con los obregonistas lo que permitió que, mal que bien, las reivindicaciones agrarias formaran parte del programa de los gobiernos nacionalistas y populistas que surgieron de la Revolución. Sabemos, y no es necesario entrar en ello aquí, todo lo que distorsionó, manchó y limitó ese programa agrario. Pero algo se logró, y no estaríamos lamentando, denunciando y resistiendo contra el desmantelamiento neoliberal de las conquistas campesinas si éstas no hubieran tenido valor alguno. Como dijo un especialista internacional en reforma agraria, comparando a México con Centroamérica: una mala reforma agraria es preferible a una nula reforma agraria. Así es la política real: se navega entre contradicciones para lograr un avance que dista de ser perfecto.

Es claro que estas dos lecturas de la historia son contrarias. Pero no son contradictorias. Esto es, ambas pueden ser verdaderas porque cada una contiene algo de la verdad, pero no toda la verdad. El gran reto es conjuntarlas, no sólo en una versión para escribir en los libros de historia, sino en una propuesta política para escribir la historia futura.

Podríamos decir que cada una de esas lecturas corresponde a virtudes que son indispensables para la acción política, pero que, como sus correspondientes visiones históricas, parecen contrarias sin ser contradictorias: por un lado está la virtud que se manifiesta en la firmeza y la intransigencia y, por el otro, la que se expresa en la flexibilidad y la capacidad de negociación. Un excelente ejemplo de alguien que supo combinar de manera admirable esas virtudes opuestas es el de Martin Luther King. Vale la pena ver la película Selma que se estrenó el año pasado.

Otro reto para nuestra cultura política es el de superar una actitud que tenemos muy arraigada (particularmente en algunos sectores de la izquierda). Es la manía de estar maravillosamente atentos a los errores del adversario para saltar sobre él y destruirlo, en vez de buscar con la misma atención sus aciertos para poder construir algo en común.

laudatosi.blogspot.es