Opinión
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El soberano esquizo
H

ay una pregunta en la que valdría la pena detenerse si se quiere volver a pensar en el material más profundo que dota a los actuales andamiajes del poder público de una suerte de opacidad incalculada; una suerte de magia para desinhibir el filo de las opciones que alberga. Una magia (para hablar sin rodeos) castrante: la frecuencia con que la intrusión del aura de lo grotesco reviste a las reglas que hacen posible la normalización.

Desde siempre, las tecnologías del absurdo representan el recurso de un método involuntario para dignificar no al poder, sino a las esclusas de sus mecanismos. La pregunta por Nerón, escribe Gibbon, no es tanto cómo fue posible que Roma llegara a ser gobernada por el circo, sino ¿qué habría sido de Roma (la Roma de los reformadores, se entiende) sin Nerón? El artífice de la Ilustración francesa, Luis XIV, comenzó como el pequeño idiota cuando Mazzarini gobernaba. Ya en la modernidad, el teatro de lo grotesco acabó por convertirse en una técnica de gobierno. Mussolini y Perón dejaron huellas indelebles al respecto. Lo nuevo, en los tiempos que corren, reside en que el poder le abra las puertas no como un recurso del límite, sino como una condición prácticamente cotidiana. Entre Berlusconi en Italia, Sarkozy u Hollande en Francia, Vicente Fox y, a su manera, Peña Nieto en México, o Temer en Brasil, el monkey theatre (en palabras de Jarry) no parece tener límites. Todos ellos individuos situados en un estatus de efectos de poder del que su calidad personal simplemente no debería haberlos previsto.

El momento sublime de la contienda presidencial en Estados Unidos sucede acaso en el primer debate entre Donald Trump y Hillary Clinton. Hillary le recuerda que se ha negado a exhibir en público su declaración de impuestos, y ella misma hace la pregunta: “¿Qué razones tendría Donald para no dar a conocer el estado de sus impuestos? Y adelanta las respuestas: a) porque no es tan rico como dice ser; b) porque no es tan filántropo como nos quiere hacer creer; c) o simplemente porque no ha pagado sus impuestos durante más de 20 años. ¿Por qué? En ese momento Trump la interrumpe, se hace del micrófono con una risa en la cara: Porque soy listo (Because I am Smart). El contendiente a la presidencia se burla de la ciudadanía en su cara… Y no, porque reafirma la convicción de la excentricidad de los lugares del poder.

¿No es esta acaso la escena que todo guionista de Batman anhelaría ver en el centro de la película para poner en acción al Joker (el Guasón)? ¿Trump: el Guasón? El Joker reúne un personaje del todo dilemático. Ha violado todas las leyes, ha puesto al sistema a su favor (a través de la corrupción), sólo para mostrar que todos los poderosos (incluidos los liberales) de Ciudad Gótica no son más que su réplica. La infamia no es él: son todos. Una de sus máximas favoritas: Mi diferencia con los liberales consiste en que yo hago dinero sin remordimientos, mientras ellos también hacen dinero sólo que con una crisis de conciencia.

Lo que muestran Sarkozy o Trump, Temer o Berlusconi, es que lo carnavalesco ya no se encuentra en la calle; ese sitio por excelencia de la ambiguación se halla ahora entre quienes teóricamente deberían responder por el principio de gobernabilidad. O la prueba de que el poder público no es más que otra estación para que la ley del más impune (es decir, del más fuerte) sea la mercancía más codiciada. El Joker devino uno de los personajes conceptuales de nuestra época. Hace cuatro décadas, Foucault llamó a este comportamiento ubuesco, en analogía con la obra de Alfred Jarry, El rey Ubu. Pero Ubu es un caso límite. Hoy lo anormal ha devenido normal: el poder está entrecruzado por una condición esquizo.

¿Cómo explicar esta condición en que las estructuras actuales de legitimación se remozan cíclicamente con los discursos que dan risa y, simultáneamente, temibles escalofríos? Al menos, tres de sus efectos son ostensibles.

1) El escarmiento de lo público: Lo público ya no es el lugar donde sucede el gobierno por discusión que da paso a la pluralidad, como quería Locke en el siglo XVII; ahí acontece el gobierno por bullying. No es la reflexión la que produce la orientación, sino los sistemas de arrastre. El lema es tan antiguo como Mil mesetas: devenir bestia. Imposible establecer cualquier correlato entre lo público y la rectitud.

2) La destitución de lo común: Incluso en la más liberal de las constituciones modernas, el principio nodal es que el bien público predomine sobre el interés privado. Pero después de una cruzada de un personaje esquizo por las instituciones decisorias, el entramado profundo de la colonización de lo público por parte de los intereses privados queda a la intemperie, como en una vitrina. Lo que sigue es la repulsión hacia la esfera pública.

3) El rey no va desnudo: Al desnudar al sistema se revisten las esperanzas de que el próximo líder en la escena pueda aliviar las heridas de la devastación. El sistema se separa de sí mismo para producir su restart.