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Crecimiento atorado
P

rometer no empobrece. En tiempos de elecciones las promesas abundan. Una de ellas es repetitiva y se refiere a conseguir que crezca la economía, que se produzca más y, mejor aún, que el ingreso generado le llegue a más personas.

Las promesas se sustentan en las acciones del gobierno: cómo conseguir más ingresos, usualmente elevando los impuestos y, luego, cómo usarlos para que haya más riqueza. A estas alturas del sexenio en México, la economía debería estar creciendo casi al 5 por ciento anual, según se planteó en el programa de gobierno. Este año y el próximo ya nos conformamos con el 2.2 por ciento, el nivel promedio de casi tres décadas. A veces es gobernar lo que empobrece, no a todos, por supuesto.

En Estados Unidos no ha faltado en la campaña electoral que está en curso, la oferta de hacer crecer el producto por encima de una tasa también apenas de 2 por ciento. Tanto Trump como Clinton dicen lo mismo; el primero bajando de modo generalizado los impuestos, la segunda subiéndolos para los más ricos y financiar así los programas de gobierno en favor de la clase media. Trump se atreve a ofrecer un crecimiento hasta de 5 por ciento anual, aunque no dice cuándo, todo cabe en el lema de Make America great again.

En Europa ni prometen siquiera, están metidos de lleno en una situación recesiva donde la políticas fiscal y monetaria no alientan el gasto en inversión y consumo. Las tasas de interés son negativas y ni así sube el gasto agregado. Japón está en una situación similar desde ya muchos años, antes incluso de la crisis de 2008. Y China ha frenado ya su fuerte expansión de la actividad económica. En América Latina el reciente ciclo expansivo se acabó con una historia que se repite, siempre con sus particularidades.

En México se ha discutido por muchos años ya la misma cuestión, a saber: ¿por qué no crece la economía? Ahora esta misma pregunta se hacen en los países más ricos.

Las teorías y los debates políticos aportan argumentos para un discusión siempre con limitaciones del fenómeno del crecimiento económico. Estos no pueden reducirse a planteamientos técnicos que usualmente se distancian de las condiciones sociales y políticas en que se enmarcan.

Uno de los postulados clásicos de este tema se basa en el crecimiento de la productividad como base de la expansión del producto (la fábrica de alfileres de Adam Smith) y se amplía con las pautas de la distribución del ingreso (la disputa entre las ganancias y los salarios reales de David Ricardo).

La etapa de crisis recurrentes y de caída de la tasa promedio de crecimiento del PIB que se registra desde la década de 1980, tiene como telón de fondo la fuerte expansión registrada luego de la Segunda Guerra Mundial. Esta se extendió entre 1948 y 1973 y suele considerarse como el periodo más sobresaliente de expansión económica en la historia. Es a lo que se llama la Era dorada, los Treinta años gloriosos y el Milagro económico.

Esto parece haber sido un interludio y se sugiere que el proceso de crecimiento ha vuelto a su estado normal. Insisto en que todo no puede discutirse sin las particularidades de la historia económica (como la crisis petrolera de 1973 y sus secuelas).

El caso es que se observa una caída de la tasa general de crecimiento económico de 4.9 por ciento entre 1951 y 1973 a una de 3.1 desde entonces y hasta finales del siglo pasado, con un impacto mayor en las economías más ricas.

El aumento de la productividad es un proceso discontinuo. Depende de muchos factores. Responde a la innovación, pero es una tarea compleja y su expresión en el crecimiento productivo es problemática (como fue la pugna entre Edison y Tesla, cercada por los intereses financieros del banquero J. P. Morgan). Todo esto es una referencia para la definición de las políticas públicas y la intervención del Estado, y no tiene tampoco conclusiones definitivas.

En paralelo con el análisis entre el comportamiento de la productividad y su relación con el crecimiento económico, existe ahora el replanteamiento de la idea de un estancamiento secular. Esta noción fue propuesta por Alvin Hansen en 1930 en la etapa de la Gran Crisis. Se basaba en que una menor tasa de aumento de la población y del progreso técnico reduciría las oportunidades de inversión. El menor gasto significaría un aumento de la tasas de ahorro que frena y contrae la expansión.

Esta idea se arrinconó con la expansión de la segunda posguerra, pero se ha reintroducido con los efectos adversos de la crisis de 2008. Algunos indicadores soportan el argumento en el caso de los países más desarrollados, como son: la tendencia a la reducción de la población en edad de trabajar (15-64 años); los niveles más altos de la desigualdad en términos de ingresos y riqueza, la caída en la tasa de crecimiento de los salarios reales.

El argumento de la normalidad del lento crecimiento, junto con las condiciones actuales que apuntan al estancamiento crónico, deben enriquecerse con los fenómenos que describen necesariamente a la economía como un proceso político y con contradicciones específicas y cambiantes. Ni la técnica, ni la política o la ideología practicadas de manera tosca contribuyen a pensar los fenómenos sociales de la envergadura de la falta de crecimiento y sus consecuencias.