Opinión
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Elecciones en extinción
E

n Nicaragua se acercan las elecciones generales que se celebrarán el domingo 6 de noviembre, y todo discurre como si en verdad no tuviéramos comicios. Se cierra la campaña, y no ha habido campaña electoral. Las imponentes estructuras metálicas que se elevan al lado de las avenidas principales y carreteras, con gigantografías de la pareja presidencial, candidatos únicos y privilegiados, y ganadores de antemano, no son ninguna señal, porque siempre están allí, todo el año, igual que los frondosos bosques de árboles de la vida, metálicos también, que pueblan nuestros paisajes: árboles de mentira en lugar de árboles de verdad.

Se ven algunas mantas, o pasacalles, tendidas en alguna humilde esquina de la capital, con la propaganda de algún otro candidato, pero son más propias de elecciones estudiantiles o de kermeses benéficas. Además, ¿quiénes son esos candidatos? En la boleta electoral, el rostro del comandante Ortega está acompañado de otros cinco señores que se han puesto saco y corbata para la foto, pero a quienes nadie conoce. Un ciudadano no podría enlistar de memoria sus nombres ni reconocer sus rostros, por la simple razón de que le son ignorados. En Nicaragua, a los de esta especie se les llama candidatos de zacate, muñecos rellenos de paja. Están allí para hacer bulto, para llenar la papeleta.

No ha habido esas ruidosas demostraciones de fuerzas de los partidos que se ven en América Latina en tiempos electorales, ni se vieron la radio y la televisión inundadas de mensajes y anuncios de propaganda electoral, ni escuchamos mensajes de los candidatos buscando convencer a los población de la bondad de sus plataformas, ni se realizaron debates televisados entre ellos. De todos modos, el Estado deberá rembolsar a los partidos de la boleta unos 20 millones de dólares por gastos de una campaña que no han hecho. Un brillante negocio.

Los candidatos a presidente son los de zacate; saben que sólo hacen bulto, personajes de opereta en unas elecciones bufas. Pero están, además, las decenas de abanderados sacados de la misma manga de la corrupción, candidatos a diputados, a alcaldes y concejales, para los que también hay un nombre en la inventiva popular: zancudos, porque su oficio es chupar la sangre del presupuesto nacional, y cada vez que hay elecciones como ésta aparecen en densas nubes, a ver qué sacan. Son fieles a la máxima filosófica de que vivir fuera del presupuesto es vivir en el error, atribuida a César Garizurieta, alias el El Tlacuache, político veracruzano del PRI en la dorada época de los años 50.

He visto uno que otro promocional de televisión, tan ingenuos que parecen hechos en casa. Pero hay uno que se lleva las palmas. Es el del candidato a diputado por un partido cuyo nombre no recuerdo. Este personaje fue procesado por desfalco y lavado de dinero, delitos cometidos mientras fue funcionario público, y se hizo famoso porque utilizó las donaciones internacionales destinadas a los daños causados por el huracán Mitch, para construirse una mansión en la playa. En el espot recuerda a los electores: ¡ustedes me conocen, voten por mí!. El cinismo raya en el absurdo. Vivimos una comedia trágica. No me cabe duda de que lo veremos sentado en su escaño de la Asamblea Nacional.

Varios de los desconocidos aspirantes a la presidencia de la república que figuran en la papeleta han puesto a sus esposas a la cabeza de las listas de diputados, o lo han hecho los jefes de los partidos que son parte del magro espectáculo electoral. El ejemplo matrimonial cunde. Todas estas conyuges saldrán electas también, sin duda alguna. Son beneficiarias de los recuentos ya elaborados de antemano.

En unas elecciones como las que se celebraron en Perú este año, no se sabía quién iba a ganar hasta que se contó el último voto, pues se trataba de unos resultados ajustados: 50.12 por ciento para Pedro Pablo Kuczynski y 49.88 para Keiko Fujimori, es decir, apenas 41 mil votos de diferencia. Al contrario, en Nicaragua ya se sabe no sólo quién va a ganar, sino cuántos votos va a sacar el triunfador. La pareja presidencial obtendrá al menos 85 por ciento de los sufragios, vaya a votar o no la gente. No hemos llegado aún a la unanimidad, pero es cuestión de tiempo.

También ya se sabe que en honor al viejo pacto suscrito entre el comandante Ortega y Arnoldo Alemán, jefe del Partido Liberal Constitucionalista, juzgado también por lavado de dinero, este partido será el segundo en votos, con aproximadamente 10 por ciento, para que pueda gozar de una bancada parlamentaria de unos 10 diputados, mientras el Frente Sandinista de Liberación Nacional tendrá unos 75, en una Asamblea Nacional de 90 miembros. Los pocos restantes serán distribuidos entre los socios aún más minoritarios, pero que de todas maneras merecen un premio en esta lotería.

Y aunque la gente no vaya a votar, ya se sabe que el nivel de participación será alto; está escrito también en los resultados ya preparados. No menos de 75 por ciento de los electores. No soy adivino, sino lector cuidadoso de las encuestas de opinión que manda a elaborar el partido oficial, para que todo calce luego.

Y como se van a necesitar fotografías con colas de ciudadanos votando, el Consejo Supremo Electoral ha dispuesto que en los recintos electorales, en lugar de varias urnas, ahora sólo haya una. Es un asunto escenográfico.

Nadie puede dar cuenta de las cifras reales, porque no hay fiscalización, ni nacional ni internacional. El propio candidato del partido oficial desterró a los observadores internacionales de estas elecciones en un discurso público, llamándolos sinvergüenzas: la OEA, la Unión Europea, el Centro Carter, sin que el Consejo Supremo Electoral abriera la boca.

Soy uno de los miles de ciudadanos que no tiene por quién votar. Las elecciones pluralistas en Nicaragua parecen en franco proceso de extinción, igual que los bosques, las selvas y las fuentes de agua. Pero no podemos resignarnos a ello. Quedarse sin democracia es quedarse sin país.

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