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La belle époque mexicana, en música
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Periódico La Jornada
Sábado 26 de noviembre de 2016, p. a16

En los estantes de novedades discográficas esplende un documento revelador: La Belle Époque. El México de Ricardo Castro (Merino Records).

Se trata del nuevo trabajo del pianista mexicano Armando Merino, quien acumula discografía descomunal en territorio donde los apoyos escasean: el rescate de nuestra música.

El maestro Merino ha grabado una cantidad considerable de muy buenos discos, siempre diseñados con pulcritud y ejecutados con maestría: ’S Wonderful (Quindecim Recordings) reúne música de los años 20 y 30 del siglo XX (Gershwin, Revueltas, Lecuona, Chávez, Ginastera); Azulejos (Quindecim) contiene obras de Albéniz, Halffter, Alicia Urreta, Lavista, Bernal Jiménez, Moreno, Surinach y del propio Ricardo Castro, a quien dedicó, como lo hizo con Manuel M. Ponce: Los 8 ciclos para voz y piano (Quindecim), un álbum para interpretar Los valses completos de Ricardo Castro (Quindecim).

Su nueva grabación, que hoy nos ocupa, La Belle Époque, tiene entre sus grandes méritos haber sido producida con financiamiento del propio Armando Merino.

Su nuevo trabajo, en esta su trayectoria discográfica diríase heroica, está dedicado por entero a uno de los compositores más importantes de todo el siglo XIX mexicano: Ricardo Castro (1864-1907).

Fue grabado en ocasión del sesquicentenario del autor, en 2014, e incluye estrenos mundiales en disco.

Es un muy buen disco, con música amena, interesante, apasionada. El desempeño interpretativo de Armando Merino es de primer nivel. El escucha disfruta, se asombra. Descubre.

Ricardo Castro es, con Gustavo E. Campa, Carlos Meneses y Felipe Villanueva, emblema de la cultura musical que se desarrolló durante el porfiriato.

Habrá que decir en este momento que prácticamente toda la música mexicana del siglo XIX padeció desprecio, aislamiento, casi repudio, y por lo menos indiferencia en la cultura mexicana durante mucho tiempo.

El musicólogo Karl Bellinghausen fue el primero en hacer notar que tal menosprecio obedecía a cuestiones de índole ideológica: el efecto dominó del nacionalismo musical mexicano, producto de la Revolución de 1910, creó un entorno donde no cabía lo que no es mexicano.

También, la cuestión religiosa. Además de afrancesada y burguesa, la música del siglo XIX mexicano era mocha.

Ahora, con el advenimiento de los gobiernos de derecha por doquier y después de haber padecido dos sexenios panistas en México, entre el nuevo panorama hay situaciones, empero, positivas, por ejemplo que, dado que la historia es un proceso en continuo cambio y evolución, ya no se desprecia tal momento histórico cultural mexicano, nuestro siglo XIX, ni por aburguesado ni por mocho.

Ideología y religión forman parte hoy de un mosaico impensable en otras eras.

Además, se ha recuperado el valor intrínseco de la música, arte abstracto por naturaleza. Aun la música considerada, catalogada, escrita con fines litúrgicos y así llamada religiosa, escapa a tal encasillamiento en cuanto el escucha percibe, en esos casos, sonidos que conducen a paz interior.

Ricardo Castro no es un autor de música religiosa. Tenemos en él a uno de los compositores mexicanos más relevantes, aportadores, innovadores y revolucionarios en cuanto a técnica musical.

Su música sobresale de su propio entorno. Dentro de ese proceso fascinante de la evolución de la música mexicana en el siglo XIX, donde observamos cómo la música de salón se fue convirtiendo en música de sala de concierto, la labor de Ricardo Castro fue decisiva. Sus obras están imbuidas de un espíritu estrictamente musical, una arquitectura suntuosa, un terminado sensual.

Eso, sensual. Las obras que podemos disfrutar en el disco que hoy nos ocupa, están preñadas de epidermis, perfumes, holanes, vestidos vaporosos, pasos de baile, caravanas caballerescas. Mohínes.

Es una música encantadora, graciosa, fina, muy fina. Elegante, de abrumadora elegancia.

Su complejidad técnica, sus hallazgos constantes, sus planteamientos en apariencia convencionales, nos llevan de sorpresa en sorpresa.

Queda de manifiesto, frente a tal complejidad, la calidad de pianista del maestro Armando Merino en este disco.

Al escucharlo, la mente viaja. Nos ubica por igual en una sala de cine mudo, donde un pianista pone sonidos al movimiento de labios mudos de los actores en la pantalla arriba, en blanco y negro. Música de cine mudo, que le llaman.

En otro momento del disco estamos en un salón donde el rumor del deslizamiento de las suelas masculinas, los tacones femeninos, se confunden con el sonar de las telas vaporosas en plenas volteretas y por encima de todo un piano, el de Merino, gobierna la atmósfera entera. Lo más etéreo de lo mundano es lo que suena.

Ahora lo que escuchamos es prácticamente un ragtime. Scott Joplin citado en tangencial. Música de salón y también de sa-loon. Cajita de sorpresas.

¿Cómo definiríamos la bella música de la belle époque que contiene este disco?

Encanto. Requiebro. Guiño. Suspiro. Maullido de gato. Buqué. Manjar. Paisaje curvado. Fragancia exquisita. Elegancia. Fino. La más acabado del término fino. Finura. Finísimo.

Este disco es un encanto.

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