Sociedad y Justicia
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Mar de Historias

Polvo de mariposa

L

os domingos, en el Jardín Central, cuatro jóvenes despliegan sus habilidades como músicos, bailarines y actores a cambio de propinas. Cuando salimos del taller de fotografía, Sandra y yo nos detenemos a verlos. Son talentosos, imaginativos y hábiles para improvisar situaciones, convertir una olla y unas agujetas en una mandolina o hacer figuras con papel de China.

Durante su representación, los cuatro personajes sostienen conversaciones absurdas, juegan con las palabras, se hacen diabluras o tararean una melodía fingiendo interpretarla con instrumentos musicales invisibles. Agradecen los aplausos y luego buscan la participación del público haciéndole preguntas: Señor, cuando usted era niño ¿qué quería ser de grande? Dime la verdad: ¿cómo te cae tu maestra? ¿Te dolió el brazo cuando te hicieron el tatuaje?

Como nunca hay un valiente que quiera contestar, la actriz –Clea, según le dicen sus compañeros– pide silencio, sonríe, va de un lado a otro, se detiene, elige a una persona entre la concurrencia y la invita a pasar al escenario ficticio.

II

Este domingo el seleccionado fue un niñito como de cinco años, divino, al que su madre llamó Alan cuando le dijo que respondiera las preguntas de Clea: ¿Ya sabes leer? Alan asintió con la cabeza. ¿Cuántas historias has leído? Como respuesta, el niño mostró abiertas sus manos. ¿Y recuerdas cómo se llamaba uno de esos cuentos?, insistió Clea con voz almibarada.

Ante el silencio de Alan su madre tomó la palabra: “Le encanta El caballo de siete colores. Cuéntaselo a la señorita, mi vida.” Para estimular a Alan, Clea se acercó al niño. Al inclinarse junto a él se cayó una de las flores blancas que adornaban su pelo. Alan se apresuró a levantarla: Te la regalo, mami: es una mariposa. Las mariposas no pueden ser de nadie. Necesitan vivir en libertad para volar. ¿Por qué? ¡Qué niñito tan preguntón! Mejor vámonos, porque si no... El público se dispersó y los actores se alejaron entre algunos aplausos.

III

Era temprano. Le sugerí a Sandra que buscáramos un café. Encontramos uno recién instalado en el patio de una casa antigua. Las paredes cubiertas de enredaderas, la casuarina al fondo y la fuente de piedra embellecían el ambiente. Luego tomo una foto, dije. Estaría bien, contestó Sandra sin entusiasmo.

Elegimos la mesa del fondo. En cuanto el empleado nos llevó el café me puse a hablar de mis planes porque me interesaba la opinión de Sandra: Cuando termine el taller pienso inscribirme en el curso regular. Ojalá que me acepten. También quiero subir mis trabajos al Face. Tal vez consiga algún trabajito. Sandra no comentó nada. Me di cuenta de que su atención estaba en otra parte y le pregunté en qué pensaba. En Alan.

No me extrañó. También me había parecido un niño inolvidable y lo califiqué de ángel.

Iba a referirme a su madre pero Sandra me interrumpió: Ese niño, ese ángel, como lo llamas, me hizo recordar algo. ¿Qué? Una cosa que a lo mejor no tiene importancia, pero me afectó. Cuéntamela.

III

“Cerca de mi escuela había un jardín. Cada dos semanas, los viernes, el maestro Julio nos llevaba allí para darnos una clase de botánica en vivo. Quería que aprendiéramos a reconocer los árboles y a descubrir las manifestaciones de vida ocultas en sus troncos, follajes y raíces.

“La clase era muy interesante, pero aquellos viernes tanto mis compañeros como yo ansiábamos que llegara la media hora en que el maestro Julio nos permitía organizar competencias de carreras y saltos, mecernos en los columpios o perseguir a las mariposas, pero con orden de no atraparlas.

“Harta de advertencias y prohibiciones –en la casa de mis tías, donde crecí, no escuchaba otra cosa– olvidaba la indicación del maestro y, procurando que nadie me viera, cazaba alguna mariposa en el momento de posarse con las alas cerradas en las flores. Luego, rápido, la metía entre las páginas de mi libro y presionaba para oír el breve crujido de su cuerpo al ser machacado.

“En aquellos momentos no pensaba en mi crueldad ni en el daño a la naturaleza: me invadía la satisfacción de saberme poseedora de aquellas maravillas que nadie más tenía, ni siquiera las condiscípulas que no eran niñas becadas; cada mañana llegaban a la escuela con su papá o su mamá y en las fiestas de la escuela aparecían con disfraces bien hechos, muy lindos.

“Sí, ellas podían ser de mejor clase y tenerlo todo, pero ninguna era dueña –como yo– de una colección de mariposas. Para mirarlas –siempre a escondidas– era suficiente con abrir mi libro.” ¿Lo conservas? Sí, claro. A veces caigo en la tentación de hojearlo y sufro. En mi recuerdo las mariposas siempre aparecen perfectas, brillantes, coloridas, pero cuando las veo sólo encuentro cuerpos petrificados a punto de ser polvo: belleza muerta.