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Nosotros ya no somos los mismos

Rodolfo Stavenhagen, el extranjero que más se integró al México profundo

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Mexicano o alemán, Rodolfo Stavenhagen fue siempre lo mejor de cada lado de la riveraFoto Cristina Rodríguez
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rocuro no hacer categorizaciones absolutas e inamovibles. Pensaba escribir que para mí el extranjero (de origen) que más se había involucrado, integrado e inmerso en el México profundo (como diría el querido Guillermo Bonfil Batalla, ¡vaya apellido!) era Rodolfo Stavenhagen. Pero consideré innecesaria esa expresión tan retórica y contundente. Me vinieron a la mente los nombres de algunos frailes reputados como protectores acérrimos de los pueblos originarios (ojalá sí lo hayan sido) y de uno de mis héroes favoritos: Francisco Xavier Mina que, como Lord Byron, luchó por sus ideales (libertarios), sin importarle si era la bandera de su patria o no la que ondeaban. Por eso, sin retórica, pero conservando la contundencia, digo: para mí, Stavenhagen nació alemán y murió mexicano. Pero mexicano o alemán, fue siempre lo mejor de cada lado de la rivera. Del lado de la teutónica, sin gran esfuerzo discriminador, mencionaría de golpe y sin mayor análisis, a Lutero, Bach, Beethoven, Einstein, Goethe, Kant y, por supuesto, las piernas maravillosas de Schumacher, Boris Becker o Marlene Dietrich y Claudia Schiffer. De la rivera autóctona no me atrevo a mencionar sino unos cuantos nombres surgidos de algunas opiniones y dos o tres consultas bibliográficas: Bonfil Batalla, Marcela Lagarde, Guillermo de la Peña, Pablo González Casanova, Luis Villoro. Entre esos grandes está el nombre de Stavenhagen.

Transcribir el currículum de Stavenhagen rebasaría el espacio de la columneta. Desde 1932, fecha de su nacimiento en Fráncfort, Alemania, hasta su muerte en México hace unos días, hay tantas cosas importantes para anotar, que me tardaría más tiempo en seleccionarlas que en escribirlas. Escojo al desgaire, desentendiéndome de cronologías, algunos datos de las instituciones educativas en las que se formó y en las que posteriormente contribuyó a formar a múltiples generaciones de profesionistas, no sólo con sólida preparación profesional, sino además con profunda conciencia y compromiso sociales.

Alternó sus estudios e investigaciones con el permanente ejercicio de la docencia y un intenso trabajo de campo: la cátedra y la investigación jamás se constriñeron al cubículo y las bibliotecas. Intelectual del más alto nivel, la torre de marfil fue incapaz de contener (menos aun complacer) su vocación, su empeño y voluntad. Fue directivo y funcionario de múltiples organizaciones: no gubernamentales, de derechos humanos, académicas, científicas, defensoras de las minorías, pacifistas, de resolución de conflictos.

En el aspecto académico alternó distinciones y desempeños en la docencia: profesor del departamento de ciencias políticas de la Universidad de Stanford (merecedor de becas como la Tinker, Fulbright, Guggenheim, Heintz, Regents’ Distinguished Lecturer de la Universidad de California). Profesor del Institut des Hautes Études sur L’Amérique Latine, Universidad de París. Profesor de sociología de la Universidad de Ginebra, Suiza. Profesor del Institut d’Études du Développement Économique et Social (IEDES), Universidad de París. Es inútil: no puedo decidir qué anotar de la vida de Stavenhagen. Sé que en los días recientes todos los medios han dado a conocer los datos más relevantes de una existencia de excepción, pero yo pretendía hacer una síntesis y fallé. No me dieron ni el espacio ni la capacidad de concreción para decir todo lo que en justicia era imprescindible. Mientras pueda, habré de reiterar todo el enorme respeto que el personaje me provoca. Prefiero anotar, por ahora, solamente un encuentro con ese hombre superior, que me ayuda a transmitir la dimensión que, afortunadamente, se le reconoce.

Durante los convulsos años de 1958, 1959 (movimiento camionero en Ciudad Universitaria (CU), othonista, ferrocarrilero, electricista, telegrafista), Rodolfo Stavenhagen era ya profesor de asignatura en la Facultad de Ciencias Políticas (como lo fue en la Escuela de Antropología e Historia). Yo había descubierto una tesis profesional con la que un paisano coahuilense (de Torreón) había conseguido su título de abogado. Se llamaba ¿Vale más el derecho de los mercaderes que el de los campesinos? Desde la primera vez que me ocupé de este asunto le doy todos los créditos a mi incógnito paisano, esperando que alguien, por cualquier inusitada razón, pueda ponernos en contacto y reconocerle lo que su trabajo me llevó a realizar. Resulta que en 1950 la vieja escuela de jurisprudencia abandonó su histórica sede para trasladarse a la recién inaugurada CU. La distancia entre ésta y el Centro (que aunque parezca increíble es la misma de ahora) entonces parecía infinita y ocasionaba problemas que parecían tan apabullantes que las soluciones solían caer en el absurdo. Ejemplo clarísimo es el siguiente: la dirección de la Facultad de Derecho consideró que el plan de estudios estaba tan recargado de materias que obligaría a los estudiantes a hacer dos viajes diarios hasta la recién inaugurada CU, ubicada en lontananza. Pese a que los pasajes costaban 20 centavos y los vehículos aún no se enseñoreaban de la ciudad, lo que permitía trasladarse en menos tiempo de lo que actualmente nos lleva cruzar Paseo de la Reforma, se optó por el fácil recurso de, simplemente, cancelar una disciplina de estudio: el derecho agrario. Vale agregar que en la época de la que hablo no había discurso político que no hiciera mención de las grandes masas de campesinos que formaban la gran mayoría de la población y cuyo mal pagado trabajo, de sol a sol, producía los excedentes que impulsaban nuestra creciente urbanización y eran la base sobre la que se fortalecía el proceso de industrialización nacional. La decisión se llevó cabo, y algunas generaciones de futuros abogados pasaron por la escuela sin saber la existencia del Código Agrario y toda la legislación tutelar de los derechos de la mayoría nacional.

No sé cómo cayó en mis manos el pequeño librito que contenía la airada protesta de mi incógnito paisano, pero sí recuerdo que fue como una granada que me explotó en pleno rostro. Herví en furia y ejercí una de mis escasas virtudes: la de la pronta indignación. Era yo a la sazón miembro del H. Consejo Universitario y me propuse desfacer el entuerto. Escribí un flamígero alegato y logré que se incluyera en la orden del día de la siguiente sesión del consejo la indebida supresión de la materia de derecho agrario. Como en el Sanedrín, el Consejo General de la ONU, el del INE o el Sacro Consejo Cardenalicio, para ganar una votación no se requieren únicamente sólidos argumentos y legítimas razones, sino votos razonados y, si no hay más, pues, simplemente votos.

Las razones que presenté fueron rotundas, incontrovertibles. Eran producto del consejo, asesoría y enseñanzas de un joven sociólogo, antropólogo, profesor de ciencias políticas y asistente del director de esa facultad: Rodolfo Stavenhagen. Cuando le informé que habíamos ganado, se mostró tan complacido como lo estuvo el viejo tanque rojo, el maestro Alanís Fuentes, quien servía esta cátedra con verdadero fervor. Ignoro qué ha pasado después de esa pequeña y excepcional batalla, pero ya estoy acostumbrado a que después de luchar y aun de ganar, no pasa nada, absolutamente nada.

Cuando aún tengo pendiente expresar el impacto que me causó la decisión respetabilísima de Luis G de A de no habitar por más tiempo este planeta, recibo la noticia de la muerte de un amigo al que mucho quiero y admiro (así, en presente): Arturo González de Cosío. A los dos habré de dedicar algunos renglones, porque me resulta más que una obligación amistosa, una necesidad íntima, de la que no podría librarme, ni vivir tranquilo, si no la atiendo. Algo diré de dos muy queridos recién moridos, cuya desaparición me afecta.

La columneta no puede tener otro tema que la desaparición del Comandante, me indican mis amigos. Pero no puedo, así de golpe. Ya lo he confesado: soy de lento aprendizaje. Pero lo haré simple, sencillamente a la brevedad. Yo mismo lo requiero.

PD: A reserva de comentarios posteriores, adelanto: Giovanni: Mi agradecimiento es inversamente proporcional a tu brevísimo comentario. Alejandro Riviera de Leija: El que ocupes tu tiempo compartiendo tus nostalgias y tu ensoñación con la bella e inolvidable Yoloxóchitl te lo aprecio de verdad en serio. Sobre este último asuntito me atrevo a recordarte: hasta el cartero llama dos veces.

José Antonio Monter: tu corrección a mi comentario es cierta, precisa y oportuna: la persona a quien yo hice referencia no era el caricaturista Jorge Carreño, acertado, preciso, ingenioso y honorable, sino al doctor Jorge Carrión, siquiatra, sicoanalista y un espléndido escritor. Gracias por tu lectura y tu atingencia.

Twitter: @ortiztejeda