Opinión
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Trump, la CIA y el factor ruso
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a demanda de un grupo bipartidista de senadores estadunidenses de que se realice una investigación exhaustiva sobre los señalamientos de la Agencia Central de Inteligencia (CIA, por sus siglas en inglés), de que el gobierno ruso intervino en las pasadas elecciones presidenciales en favor del ahora presidente electo Donald Trump, marca un ahondamiento del desbarajuste institucional generado en el país vecino por el triunfo del magnate republicano y por su inminente llegada a la Casa Blanca.

Los senadores Jack Reed y Charles Schumer (demócratas) y sus colegas John McCain y Lindsey Graham (republicanos) firmaron ayer una declaración en la que manifiestan preocupación por el señalamiento de la CIA –revelado la semana pasada por The Washington Post– respecto de que personas vinculadas al gobierno de Vladimir Putin habrían entregado a Wikileaks archivos con los correos electrónicos de quien fue jefe de campaña de la rival demócrata de Trump, Hillary Clinton, para impulsar a Trump a la Presidencia.

El presidente electo calificó de ridícula la información dada a conocer por el rotativo capitalino, defendió su victoria electoral masiva y reiteró sus burlas a la principal dependencia de espionaje civil del gobierno que está a punto de encabezar.

Al margen de la veracidad o falsedad de los informes citados por el Post y de la fundamentada descalificación de la CIA formulada por Trump (son los mismos que acusaron a Saddam Hussein de tener armas de destrucción masiva, ironizó el magnate), el dato indudable es que la distancia entre el organismo de inteligencia y el próximo ocupante de la Casa Blanca plantea un ineludible problema de gobernabilidad por la simple razón de que esa instancia resulta fundamental para el buen desempeño del jefe de Estado de la máxima potencia mundial, cargo que requiere de información precisa y puntual a fin de tomar decisiones cruciales para su país y para el mundo.

Es cierto que en ocasiones anteriores la CIA ha fallado estrepitosamente en sus informes y análisis, y el caso del Irak de Saddam Hussein no es necesariamente el más representativo. La institución fue incapaz de poner al tanto a Jimmy Carter de la situación real de Irán en vísperas de la Revolución Islámica (1979) y antes, en varias ocasiones, erró en sus apreciaciones sobre Cuba e indujo a varios mandatarios a determinaciones equivocadas con respecto a la isla.

Pero si ahora Trump rechaza el informe confidencial elaborado para la Presidencia por el conjunto de dependencias de espionaje e inteligencia de su gobierno, es inevitable preguntarse cómo piensa mantenerse enterado de lo que ocurre en el planeta. Una perspectiva posible es que descabece a tales dependencias y las ponga bajo el mando de allegados suyos, no necesariamente capacitados para dirigirlas.

De actuar en esa forma, Trump podría hacer aun más erráticas sus intenciones disparatadas, como la de nombrar secretario de Estado al magnate petrolero Rex Tillerson, quien no tiene más experiencia en el ámbito de la política exterior que la de haber realizado grandes negocios en Rusia, gracias a lo cual recibió del gobierno de Moscú la medalla de la Orden de la Amistad de los Pueblos.

De confirmarse el nombramiento de Tillerson, es razonable suponer que ello avive las tensiones dentro de la clase política estadunidense, para la mayor parte de la cual es sencillamente impresentable que el empresario petrolero se haga cargo de la política exterior del país.

En suma, conforme se acerca la fecha de la toma de posesión de Donald Trump, se ahondan y reproducen los elementos de conflicto en el aparato institucional del país vecino y ello no es una buena noticia: al resto del mundo no puede convenirle que Wa-shington se vea atrapado y paralizado por sus diferencias internas.