17 de diciembre de 2016     Número 111

Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER

Suplemento Informativo de La Jornada

Aproximaciones a una quimera
llamada campesinos en 20 tesis*

Armando Bartra

Los campesindios como paradigma de repuesto. Para hacer frente a la crisis general y alimentaria que sacude a una modernidad capitalista fincada sobre las ruinas de la comunidad agraria y montada sobre la opresión colonial, propongo la revitalización y actualización del ancestral paradigma de los rústicos. Un viejo y nuevo modo de ser que además tiene sujeto, pues en el tercer milenio los indios y campesinos –los colonizados y los explotados rurales– están en marcha. No sólo resisten defendiendo sus raíces ancestrales y su pasado mítico, también amanecieron utópicos y miran hacia adelante esbozando proyectos de futuro.

Una racionalidad específica que hace falta desentrañar. Decían de ellos que son medio empresarios, medio terratenientes y medio proletarios. Pero no; emblema de la grotesca unidad de lo diverso, los rústicos son quimeras porque hacen virtud del polimorfismo y ventaja comparativa de la pluralidad agroecológica, económica, étnica, cultural... La construcción de proyectos civilizatorios alternos que los tengan como uno de sus referentes empieza por entender lo que son y representan los campesinos en general, y en particular por dilucidar la íntima consistencia de los campesinos de un Continente colonizado como el que nos tocó. Rústicos de Nuestra América que por su condición bifronte he llamado campesindios.

Vivir bien es hacer milpa. Las definiciones de buen vivir que conozco son sonoras pero huecas, generales, insípidas… como todas las definiciones. Prefiero entonces aproximarme al concepto con una densa y polisémica alegoría. La cosmovisión de los pueblos agrarios se finca en su forma de cultivar la tierra, y en Mesoamérica no se siembra, se hace milpa, lo que es un prodigioso policultivo pero también una buena forma de vivir en la que diferencia es virtud. Más que equilibrio, armonía, paz y espiritualidad, hay ahí entrevero de diversos que –como las plantas del maizal– a veces se disgustan y echan pleito pero en el fondo saben que se hacen falta porque se complementan entre sí y con la naturaleza. Digo milpa y también chinampa porque soy mexicano, pero igual podría decir chacra, conuco, ainoca, siembra por pisos ecológicos, estrategias de caza, pesca y recolección… Todos ellos sistemas más o menos equinocciales que sacan fuerza de su plástica, adaptativa y abigarrada polifonía. Y es que no existe un solo tipo de milpa, sino mil. Sus variantes son legión y esto es importante pues no hay vida buena sin libertad, sin la posibilidad de elegir pero también de inventar o soñar opciones inéditas y caminos aún no transitados. Con su maíz, su frijol, su calabaza, su tomatillo, su picante… y a veces su chahuistle, la milpa es una familia, una apasionada conversación, una buena tocada de rock, un carnaval… Hagamos milpa.

Ethos y clase. En su inagotable diversidad, los campesinos y los indios son modos de vida, ethos ancestrales. Pero los campesinos modernos, los campesinos del capitalismo, son además una socialidad en resistencia: en indeclinable lucha contra un sistema voraz que los somete, los explota y –si bajan la guardia– acaba con ellos. Los campesinos son entonces una clase o, si se quiere, la parte rural de la variopinta y omnipresente clase trabajadora.

Profundidad histórica. Una particularidad de los campesinos como clase es que, a diferencia del proletariado –apenas debutante pues fue inventado recientemente por el capitalismo–, ellos ya estaban ahí, aunque con otro rostro, cuando llegó el gran dinero. Y de primera intención el capitalismo trata de eliminarlos. Aunque luego también los transforma, los revuelca, intenta domarlos y hacerlos a su imagen y semejanza.

Una economía no hipostasiada como la capitalista. El modo de vida campesino incluye una manera de producir, de distribuir y de consumir a la que podemos nombrar convencionalmente economía campesina. Pero si en un razonamiento análogo al que vale para el capitalismo tratamos de pensar estas funciones como si conformaran una esfera autónoma y autorregulada, incurriremos en un vicio economicista.

Integralidad. En rigor, la “economía campesina” no existe. No, por lo menos, como existe la economía empresarial que es parte de un sistema autonomizado del resto de la vida, hipostasiado y dotado de su propia racionalidad: la del mercado. Lo que llamamos economía campesina es en realidad la dimensión productivo-distributiva de una socialidad integral que aspira al bienestar y donde los ámbitos de la vida no se han escindido en esferas contrapuestas: economía, política, religión, cultura, sino que constituyen una unidad compleja pero indisoluble. Integralidad que los distingue de la fracturada y antagónica modernidad capitalista, y de cuya preservación depende la existencia de los rústicos como otros, como diferentes.

Continuum espacio-temporal de la vida campesina. En el mundo de los rústicos la vida material y la espiritual están entreveradas, y de la misma manera no hay separación tajante entre producción y consumo. Pese a la minuciosa división del trabajo que practican, no opera ahí la ruptura radical de lo que en otros ámbitos se llama actividades productivas y actividades reproductivas. La labor campesina es un continuo diferenciado en donde se entreveran las prácticas mercantiles y la que nombran economía del cuidado, con la recreación de la cultura, de los valores y del mundo simbólico; no un tiempo homogéneo y puramente cuantitativo como el de la producción capitalista, sino un transcurrir sincopado, variopinto y cualitativo donde la generación de bienes destinados al mercado y de bienes para el autoconsumo conforma un abigarrado sistema; un entramado complejo y sutil que incorpora a las familias, a la comunidad y a los fuereños; una sofisticada constelación en la que participan –ciertamente no de manera equitativa– hombres y mujeres; niños, jóvenes y viejos; propios y ajenos; naturales y avecindados; vivos y muertos…

El bienestar o buen vivir como regulador de la vida campesina. La nuez del trabajo y el consumo campesino, y eslabón fundamental de su racionalidad productiva, es el bienestar de la familia y el buen entendimiento con la comunidad. Mediaciones socioculturales irreductibles al cálculo económico estándar, pues a diferencia de la empresarial maximización de la ganancia, que es una fórmula objetiva y cuantitativa, el también llamado buen vivir es subjetivo, cualitativo y para colmo cambiante en el espacio y el tiempo. Sin duda el campesino hace cálculos –y por lo general los hace bien–, pero en sus decisiones la última palabra la tiene un imponderable llamado vivir bien, de modo que su comportamiento resulta inescrutable para los economistas convencionales, que en su incomprensión los consideran erráticos y estúpidos.

No personas, no familias, comunidades. La integralidad del ethos rústico tiene que ver con el hecho de que los campesinos no son personas sueltas ni sólo familias, son colectividades mayores: son comunidades cuya rústica condición comparten los agricultores y los no agricultores que habitan un mismo pueblo. Nudos sociales más o menos densos y extensos, más o menos diferenciados y aun polarizados pero siempre cohesivos, que además de una historia, un imaginario y un territorio definen un adentro y un afuera. Y también es en alguna medida colectiva la dimensión económica de la vida campesina: sutil equilibrio entre lo familiar, lo grupal y lo comunitario, del que depende el buen aprovechamiento del entorno natural, el mantenimiento de la armonía social y la eficacia de las estrategias para enfrentar las amenazas externas, entre ellas las de un mercado siempre hostil. Entonces, la economía campesina en resistencia incluye siempre una dimensión comunitaria manifiesta en el manejo concertado de los comunes, sean éstos recursos naturales o sociales. Y la experiencia enseña que cuando en nombre de presuntos imperativos económicos se rompe la cohesión comunitaria, se está hipotecando el futuro.

Mucho más que un sector de la producción. Una de las mayores amenazas que pesan sobre los campesinos es que –a veces de buena fe y con la sana intención de definirlos– se haga de ellos una caracterización predominantemente económica, reduciéndolos a un sector de la producción agropecuaria que puede ser medido por su peso en el PIB, por aporte a la seguridad alimentaria, por su costo/beneficio o por su eficiencia económica/social/ambiental. Reivindicar a los campesinos como paradigma es reivindicar la no escisión, la unicidad de la vida comunitaria. Y sobre todo es rechazar la dictadura del objeto sobre el sujeto, de la economía inerte y fetichizada sobre lo social. Torpe imposición en la que incurren tanto la economía de mercado como la planificada. Si respecto de los rústicos queremos seguir hablando de economía, hablemos entonces de economía del sujeto, de oikonomía, de economía del cuidado, de economía moral.

La economía como campo de batalla. Admitida la idiosincrática integralidad de las comunidades campesinas, podemos abordar sin reduccionismos la problemática económica implícita en la inserción de su trabajo y su producción en el mercado capitalista. Y la primera evidencia es que la suya es una economía atrincherada, una economía en resistencia. También los capitales tienen que luchar con sus pares por la sobrevivencia, pero los campesinos están siempre en abismal desventaja y para subsistir no les bastan las estrategias económicas; necesitan organizarse y ejercer presión social. La organización puede ser comunitaria o supracomunitaria, sectorial o territorial, horizontal o vertical, pluriactiva o especializada, pero de ella depende su existencia. Así como los sindicatos contienen la voracidad capitalista que de otro modo estragaría hasta biológicamente a la clase obrera, la organización de los pequeños productores es lo que evita que sean arruinados del todo por las asimetrías del mercado.

Predadores. El sistema en su conjunto es hostil a los campesinos como productores y atenta contra su rústico modo de vida, pero para fines analíticos podemos identificar algunas amenazas específicas que sobre ellos se ciernen. a) la ancestral voracidad capitalista por tierras, aguas, biodiversidad, minerales y en general por los recursos orgánicos e inorgánicos que originalmente estaban en manos de las comunidades; b) las relaciones asimétricas que enfrentan en todos los mercados: el de productos, el de insumos, el de crédito, el de fuerza de trabajo…; c) el modelo tecnológico capitalista que cuando lo asumen los carcome por dentro; d) el modo de vida urbano que seduce a sus jóvenes; e) el pensamiento puramente analítico, lineal y reduccionista que va erosionando las aproximaciones intelectuales sintéticas, comprensivas y holistas que Levy-Strauss llamó “pensamiento salvaje”.

El despojo. Hoy más que nunca el modo de ser de los campesinos es un paradigma de repuesto, porque hoy como nunca la existencia de los campesinos se encuentra amenazada… como lo está la existencia de todos. Y el filo más calador de esta amenaza es el despojo; el despojo y la exclusión social que deja como saldo. Despojo del suelo y del subsuelo, despojo de las tierras y de las aguas, despojo de la biodiversidad y de los saberes, despojo del patrimonio cultural tangible e intangible, despojo del pasado y del futuro, despojo de la esperanza…

Privatizando tierras.Parte del multidimensional descalabro civilizatorio que nos aqueja, la crisis agrícola se expresa en reducción de los índices de crecimiento de la productividad y de la producción de alimentos –tasas que durante la segunda mitad del siglo XX fueron muy altas– de modo que ahora la oferta se hace menos dinámica y más errática, con lo que se reducen los inventarios, aumenta la especulación y se encarece la comida. Esta situación, que incrementa tendencialmente las rentas que paga la tierra fértil, ha puesto en primer plano una de las vertientes del despojo que en el arranque del tercer milenio devino escandalosa: el masivo acaparamiento, concentración, financiarización y extranjerización de tierras y aguas originalmente en manos de campesinos y comunidades indígenas. Proceso que se despliega sobre todo en el Sur: en Asia, en África y en América Latina.

Como en los tiempos del viejo colonialismo. Compran tierra corporaciones trasnacionales y países, pero también aterrizan los grandes fondos de inversión. Las trasnacionales y los ahorradores invierten en tierras por que ven en ello una perspectiva de rentas. Algunos países como Corea, Arabia Saudita, los Emiratos Árabes Unidos… lo hacen también porque enfrentan severa dependencia alimentaria y buscan protegerse de los altos precios, mientras que la estrategia de los chinos –que en lo fundamental producen su propia comida– es un neocolonialismo puro y duro en busca mercados, espacios de inversión e influencia política. Hay también capitales, como los Pools de Siembra de Argentina y otros países, que no tocan piso y sólo financian la producción. No tenemos datos precisos, pero se calcula que en algo más de diez años, mediante unas dos mil operaciones de compraventa, han cambiado de manos cerca de 300 millones de hectáreas. Tierras que por lo general no son baldías sino campesino-comunitarias, de modo que es válido suponer que la expulsión poblacional resultante es responsable, cuando menos en parte, de que haya en el mundo unos 300 millones de personas que viven en países distintos de aquellos en los que nacieron. A fines del siglo XIX el rey Leopoldo II era dueño del llamado Congo Belga, hoy China es dueña de unos tres millones de hectáreas en la República Democrática del Congo. De la mano de la gran crisis, el viejo colonialismo está de vuelta.

Aterrizaje forzoso del capital. El capitalismo es el primer modo de producción histórico donde la riqueza deviene puramente cuantitativa y desterritorializada. Pero en su ocaso observamos pasmados la masiva y planetaria reterritorialización de un gran dinero que por décadas prefirió inversiones etéreas, desvinculadas y “limpias” como las bursátiles. Estamos, como se verá, ante un aterrizaje forzoso. Su origen estructural es la ontológica imposibilidad de que el capital produzca y reproduzca como mercancías los recursos humanos y naturales que requiere para su valorización. Su explicación coyuntural debe buscarse en gran descalabro civilizatorio que nos aqueja, una crisis que a diferencia de las puramente recesivas no es de sobreproducción sino de escasez: de tierra fértil, de agua dulce, de combustibles fósiles, de climas propicios, de minerales, de espacios geoestratégicos… Su motor económico es la renta, que permite retirar de la bolsa común una porción extraordinaria e inequitativa de plusvalía, volviendo a la privatización de bienes naturales escasos el mejor refugio contra la incertidumbre económica y la tendencia decreciente de la tasa de ganancia.

Defensa de la tierra. En el contexto de la gran crisis de escasez y ante la amenaza que representa el capitalismo rentista-predador del tercer milenio, cobra protagonismo una de las vertientes históricas de la lucha campesina: la defensa de la tierra y del patrimonio tanto familiar como comunitario. Ante la global ofensiva del capital sobre los ámbitos rurales y no rurales, el aún disperso movimiento por preservar los espacios comunitarios deviene cuestión de vida o muerte. Confrontación civilizatoria en la que está en juego la existencia misma de la humanidad, pues si en lo económico el agronegocio especula con el hambre, su modelo tecnológico es ambientalmente predador, de modo que si le permitimos apropiarse de la tierra fértil y del agua dulce hará del planeta un desolado Armagedón.

Campesindios de Nuestramérica,uníos. Quienes con más empeño resisten al ogro librecambista son las mujeres y los hombres del campo: las comunidades dueñas de estas tierras, porque las han habitado y las han trabajado, porque las han caminado y las han nombrado, porque las han cantado y las han llorado, porque –bien o mal– las han gobernado. Y si la ofensiva del rentismo predador es principalmente sobre los territorios indígenas y campesinos, la resistencia tendrá que ser campesindia. En Nuestra América –la de los autóctonos Túpac Amaru y Tetabiate, pero también de los mestizos Bolívar y Martí– se está conformando un nuevo y etnoclasista sujeto continental campesindio y afrodescendiente, cuyo reto mayor es frenar el saqueo territorial que practica el gran dinero. Un despojo que responde a la inercia de la macroeconomía y por tanto ocurre en los países que gobierna la derecha pero también en los que gobierna la izquierda.

Las guerras del hambre. Lo que está en juego en esta gran batalla es el espacio vital de las comunidades rurales, pero también la sobrevivencia de quienes no habitamos en el campo aunque de él comemos. Y es que el capital quiere toda la tierra, toda el agua y todas las semillas para adueñarse también por completo de los recursos de los que depende la alimentación del mundo, y de esta manera controlar íntegramente el negocio de la comida, lo que les permitiría lucrar ilimitadamente con la renta del hambre. Y la renta del hambre –que ya es enorme– puede hacerse aún más cuantiosa porque se sustenta en dos factores inflexibles: la disponibilidad de tierra fértil y la necesidad de comer, lo que incrementa ilimitadamente el potencial especulativo del negocio territorial-alimentario. Los del surco siembran y consumen alimentos, mientras que los de banqueta dependemos por completo de una comida que no cultivamos, de modo que la lucha por frenar al capital rentista y predador, por restaurar la comunidad campesindia y por impulsar un modelo de producción agropecuaria inspirado en el paradigma campesino, es un movimiento que nos incluye a todos.

* Ponencia presentada en el segundo encuentro internacional economía campesina y agroecología
en américa: soberanía alimentaria, cambio climático y tecnologías agroecológicas

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