Opinión
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Ya se va diciembre, ya es año nuevo
P

az y bendiciones vienen del cielo. Esta canción de José Alfredo Jiménez es la contrapartida de Amarga Navidad, canto donde el autor le suplica a la amante: Acaba de una vez, de un solo golpe, por qué quieres matarme poco a poco si va a llegar el día que me abandones; prefiero, corazón, que sea esta noche. Al contrario, la actitud en Ya se va diciembre, sin dejar la clásica nostalgia alfredojimenista, es otra, francamente positiva y compensadora: Déjame quererte más, déjame vivir contigo las últimas horas de esta Nochebuena. Siente que este día divino tú me quieres tanto como yo te quiero, siente que me das la vida, siente que te quema el alma, que te quema el alma mi calor sincero. Este es el lado romántico del José Alfredo ligado durante toda una época a amplias capas de la sociedad mexicana, aspecto dejado de lado por quienes se han ocupado de conocerlo, incluyendo al gran Carlos Monsiváis, que prestó poca atención a esta faceta del cantautor. De cara a sus propias composiciones de borrachos, de amores perdidos irremediables, de reafirmación del machismo (Yo sé bien que estoy afuera, pero el día que yo me muera vas a tener que llorar), el compositor igual le canta al amor tranquilo, sereno, aquel que ha encontrado la identificación y el equilibrio emocional de los amantes en medio de la pasión.

La vida, pero sobre todo los versos de este artista, son importantes porque interpretaron la mexicanidad desde la segunda mitad del siglo pasado, en una vertiente identificada con amplias audiencias del sur, del centro y del norte del país, haciéndola suya. En la historia de la música popular mexicana hay autores relevantes, creadores de piezas hermosas, pero ninguno fue capaz de cubrir toda una época, como este cantautor originario de Dolores Hidalgo. En noviembre del año que termina, José Alfredo cumplió 47 años de fallecido, pero sus canciones siguen vigentes, al grado de que no pocos jóvenes, después de mostrar su sapiencia en cuanto a bandas y cantantes de fama internacional –sobre todo en inglés– terminan cualquier noche decembrina entonando el repertorio del guanajuatense.

En Amor perdido, Monsiváis recurre a la imagen de machista, dipsómano, parrandero, mujeriego, etiquetas impuestas al cantante por un grupo de profesionistas de toda índole, convocados por la televisión para hacerle juicio sumario días después de su muerte. Pero el análisis de Monsiváis se mueve ambivalente entre dos aguas: sí destaca la actitud machista y quejumbrosa de las canciones del autor y el ambiente del México de los años 50 en adelante –la época de José Alfredo–, pero también lo rescata porque descubre algo genuino en la conexión del compositor con su auditorio. Inclusive adelanta una hipótesis sociológica: imposibilitado para expresar sus frustraciones económicas, políticas y sociales, al pueblo que se reconoce en estas canciones rancheras sólo le han dejado el uso público de su resentimiento, como un desahogo inducido. Va más allá: constata la antigüedad con la que vastos segmentos de la población han acudido al repertorio del guanajuatense para manifestarse, justificarse, declararse, gritar su impotencia. “Desde los 50, José Alfredo ha sido –no nos fijemos en la calidad literaria, sino en el poder expresivo– uno de los poetas más significativos de México”. De esta manera, en una primera instancia Monsiváis lo defiende frente al embate de los comunicadores, profesionistas de clase media y sicólogos que lo condenan, porque frente a los prejuicios pequeño burgueses de la moderación y del gusto refinado, con sus canciones el artista logra que se alce una cultura popular ciertamente manipulada y vejatoria, pero no por ello menos reconocida como suya por las grandes masas. Al reivindicarlo, Monsiváis polemiza con el grupo de intelectuales orgánicos del poder afectos a considerar lo popular como estigma.

En realidad con José Alfredo entramos a la zona profunda del mexicanismo, lo que significa o de lo que se compone la naturaleza del mexicano. Rogelio Díaz Guerrero, en Psicología del mexicano y El mundo subjetivo de los mexicanos y norteamericanos, analizándonos desde la segunda mitad de la centuria pasada encontró que el machismo mexicano se equilibra con la característica romántica consustancial a los connacionales que son capaces de darse de balazos por una mujer, pero incapaces de ir a agredir y violentar a otros pueblos. De acuerdo con esta metodología, las disposiciones de pensar, sentir o actuar están internalizados en el individuo y el colectivo mediante las premisas histórico-socioculturales que la sociedad produce.

En el caso mexicano, la cuestión de machismo y romanticismo coexistiendo al mismo tiempo tiene su explicación en el papel asignado a los integrantes de la familia, fundamentalmente a la madre. Quizá por eso, si Monsiváis hubiera considerado la estructura y la composición de las canciones plenamente románticas de José Alfredo, hubiera conciliado los dos aspectos: “Deja que salga la luna, deja que se meta el sol, deja que caiga la noche, pa’ que empiece nuestro amor. Deja que las estrellitas me llenen de inspiración, para decirte cositas muy bonitas, corazón” (Cuando sale la luna). O bien: Cuando te hablen de amor y de ilusiones y te ofrezcan un sol y un cielo entero, el amante le aconseja que “si te acuerdas de mí, no me menciones, porque vas a sentir amor del bueno… Y si quieren saber de tu pasado es preciso decir una mentira, di que vienes de allá de un mundo raro...” (Un mundo raro). Pero para remedio de todos los males, “amanecí otra vez entre tus brazos y desperté llorando de alegría, me cobijé la cara con tus manos, para seguirte amando todavía… Te despertaste tú, casi dormida, y me querías decir no sé qué cosas, pero callé tu boca con mis besos y así pasaron muchas, muchas horas...” (Amanecí en tus brazos).

Reivindicar a José Alfredo como parte sustancial del mexicanismo conlleva la interrogante de cuánto hemos cambiado desde entonces, recordarlo, y junto a él a Carlos Monsiváis y Rogelio Díaz, es reconocer sus inmensas aportaciones a la vida personal y social del mexicano. Por eso, a la hora del advenimiento del año nuevo es necesario levantar el caballito de tequila y brindar por ellos (El último trago).

Para Rosario Navarro, por todos los años

* Investigador de El Colegio de Sonora