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El affaire Trump y la diplomacia mexicana
D

esde que en 1992 Carlos Salinas suscribió el Tratado de Libre Comercio, el neoliberalismo disciplinario impuesto por la Casa Blanca a cinco sucesivos presidentes en Los Pinos desvaneció la soberanía nacional y reorientó el papel y la existencia misma del Estado mexicano, que quedó subordinado a los designios geoestratégicos de Washington y subsumido en el espacio geopolítico denominado ahora Norteamérica, bajo dominio económico-financiero de las multinacionales estadunidenses y Wall Street y el control militar del Pentágono.

Desde entonces, en una línea de continuidad que llega hasta la fase final del régimen de Enrique Peña Nieto, la cancillería mexicana abdicó de su vocación principista y latinoamericanista, y se quedó sin estrategia. El factor Trump podría profundizar esa debacle. El llamado miércoles negro de la diplomacia mexicana (30/9/16, día en que Peña recibió a Donald Trump en Los Pinos) produjo un fenómeno sin precedente en la clase política y los medios masivos. En ambos espacios las adjetivaciones en contra del titular del Ejecutivo evidenciaron aún más la pérdida de rumbo de la política exterior. El ex canciller Jorge G. Castañeda calificó la invitación a Trump de innecesaria, inútil y a destiempo; dijo que fue un grave error político y un completo desastre. A su vez, Jesús Silva-Herzog Márquez escribió: No creo que pueda encontrarse en la larga historia de la política mexicana una decisión más estúpida. Entre otros epítetos aderezados contra el Presidente y las consecuencias de su decisión, figuraron: traición, pusilanimidad, debilidad, humillación, fiasco. Incluso, llamaron a Peña tonto con iniciativa.

La secretaria de Relaciones Exteriores, Claudia Ruiz Massieu, quedó en ridículo. También se evidenció que con Estados Unidos no existe una diplomacia soberana ni una buena imagen que se pueda mejorar solamente con publicidad y propaganda, dentro y fuera del país. Y si bien el ex secretario de Hacienda Luis Videgaray pagó los platos rotos por la visita, no quedó clara la responsabilidad del ex titular de la Secretaría de Relaciones Exteriores (SRE) José Antonio Meade y la del ex subsecretario para América del Norte Carlos Pérez Verdía, actual coordinador de asesores de Peña Nieto, quienes durante más de un año, cuando comenzaron los ataques e insultos racistas contra la dignidad de los mexicanos en Estados Unidos –a quienes Trump calificó de narcotraficantes, delincuentes y violadores–, mostraron un perfil bajo y recomendaron silencio al inquilino de Los Pinos.

En abril de 2016, Pérez Verdía fue sustituido en el área responsable de instrumentar la delicada relación con Washington por Paulo Carreño King, otro improvisado sin la menor experiencia en el manejo diplomático. Ex ejecutivo de la empresa estadunidense Burson-Marsteller, donde su campo profesional está en la llamada marca país, imagen, relaciones públicas y publicidad, Carreño trabajaba en Los Pinos en los días en que el gobierno suscribió un contrato en Nueva York con esa compañía por 5 millones 735 mil dólares para mejorar la imagen de México (15 de marzo).

El error está en poner a un comunicólogo que no sabe nada del quehacer diplomático, a operar el complejo vínculo con Estados Unidos. El mismo error que cometió Peña Nieto en lo que va del sexenio, al colocar al frente de la SRE a dos recomendados políticos que no tenían el perfil que el cargo requería. La moraleja está en que el oficio diplomático no se improvisa; requiere congruencia con los principios constitucionales de una política exterior de Estado, por encima de alternancias políticas y con objetivos de largo alcance. Y con una idea de nación, que es a lo que han renunciado los pasados seis gobiernos entreguistas, desde Miguel de la Madrid al actual. Además, claro, que se requieren largos años de experiencia y “mucho colmillo” para no cometer los errores de forma y fondo como los que llevaron a cabo, entre otros, Vicente Fox y Enrique Peña Nieto.

El nuevo presidente de Estados Unidos podría acelerar la crisis institucional de México. Trump, y el gabinete de militares halcones y empresarios y financieros multimillonarios que lo acompañarán a partir del 20 de enero son miembros o sirven a los intereses de la clase capitalista trasnacional que, ante la crisis de hegemonía y legitimidad del sistema, encarna −según William I. Robinson− el fascismo del siglo XXI. Con las designaciones de los generales James Mattis (Defensa), John Kelly (Seguridad Interior) y Michael Flynn (Seguridad Nacional), Trump ha dado un aire marcial a su próximo gobierno. A ellos se suman otros dos extremistas: el senador Jeff Sessions de procurador general y el representante Mike Pompeo en la Agencia Central de Inteligencia.

Ex jefe del Comando Sur del Pentágono hasta enero de 2016, Kelly es un militar de línea dura que ha vinculado la amenaza del terrorismo con la guerra al narcotráfico y el control migratorio en la vulnerable frontera con México. Hará mancuerna con Sessions, el legislador de Alabama más antinmigrante del Senado y una de las personas más influyentes en el pensamiento de Trump sobre la necesidad de fortificar la frontera. Flynn, ex director de la Agencia de Inteligencia de Defensa, guarda poco respeto por las convenciones de Ginebra y defiende la práctica de la tortura, punto que comparte con Sessions y Pompeo, quien a su vez es defensor del campo de concentración de Guantánamo y partidario de programas de espionaje masivos.

Para colmo de males, el secretario de Estado será Rex Tillerson, presidente ejecutivo de Exxon-Mobil –la corporación que en sociedad con la francesa Total ganó el derecho de explotar el bloque 2 de los yacimientos en aguas profundas del Golfo de México, en la llamada ronda 1.4 de Pemex– y en Energía estará el ex gobernador texano Rick Perry, vinculado con la industria petrolera.

Convertir a México en el chivo expiatorio de su campaña dio réditos a Trump. Pero con ese elenco de militares y petroleros, el futuro es más ominoso.