Opinión
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Goya, de nuevo en el Museo de San Carlos
C

uando José Juan Tablada (nos hemos referido ampliamente a ese episodio, sobre todo Luis Rius Caso y yo misma) escribió el artículo titulado JC Orozco, el Goya mexicano, el maestro jalisciense se sintió desilusionado; dijo textualmente en inglés: Yes, of course is a great honour, but I am very, very tired of it. De modo que la analogía existía desde antes, como también el influjo consciente de Goya en varias latitudes, basta ver o haber visto la exposición Otto Dix en el Museo Nacional de Arte para aquilatarlo.

Goya ha estado varias veces expuesto, individual o colectivamente, en San Carlos; jamás cansa, cada exposición, por lo común integrada en su parte esencial por las series de grabados y la de litografías que integran La tauromaquia, vistas como uno de los principales legados del autor de las Pinturas negras de La Quinta del Sordo, y de los espléndidos, y por haber sido cometidos con estilo irrepetible e incopiable por el maestro que a tantos inspiró en todo el mundo.

Tuvo contemporáneos muy notables y especiales, como Beethoven (no se conocieron), Turner (1785-1851) y Gianbattista Tiepolo, quien alcanzó a verse en cierto modo contravenido con él como pintor de murales de tónica que empezó a marcar un quiebre diferencial radical, haciendo de Goya el precursor, según innumerables autores, de la pintura de los siglos subsecuentes, sobre todo del XX en sus aspectos expresionistas. Eso es algo que queda muy claro a observar in situ en la actual exposición, con mucha gente joven que proviene de preparatorias in, elegantes y gallardos, tanto ellas como ellos, observando con sorpresa a Goya en una de las asoleadas mañanas vacacionales, al tiempo que discutían el posible ingreso posterior a uno de los antros de esa colonia o colonias vecinas. La diversidad de público también es notable; hasta a alguna que otra señora con bolsa del recién adquirido mercado, preparatorio para el Año Nuevo, pude saludar y entrevistar mientras recorría las amplias salas donde está Goya. Por más que el cedulario es escueto, preciso y bien hecho, no puede hacer entender adecuadamente que el gran cuadro autónomo de la Familia de Carlos IV es una copia mexicana de la Academia de San Carlos.

Otrora la entonces directora Elisa García Barragán armó en San Carlos una exposición de copias. Un buen tema de exposición sería reciclarla, añadiendo siquiera un par de originales. No creo que fuese imposible y sería muy aleccionador, no sólo para los copistas legitimados, sino para obstruir las acciones a los aspirantes a falsificar.

No pude dejar de notar que la asistencia a los museos mexicanos, cuyos acervos sin duda siempre valen la pena y contienen obras maestras, están condicionados por la importancia del artista. Con Miguel Ángel en Bellas Artes, presente sólo a través de uno que otro original y de interesantísimas piezas bien elegidas, como la versión berninesca de El Cristo de la Minerva, hubo filas y filas de espectadores y no todos alcanzaron a ver la exposición. Ahora con Goya, menos inédito en México que el florentino, sucede en parte lo mismo.

Eso no quiere decir que hay que exponer siempre y en todos los casos obras reconocidísimas, aunque de haberlas, acaso pueden obtenerse piezas que funcionen como un muy buen enganche para que a partir de ellas se armen exposiciones en las que una buen lectura permita encontrar obras asociativas o confrontacionales. Entre las pinturas que se exhiben hay un retrato típico de Goya en sus mejores incursiones en el género: el Retrato de Doña Locadia Zorrilla, donde hace lucir esas inimitables tonalidades de gris que fascinaron a Tamayo, por ejemplo: mismo que ofrece un contraste en la dureza expresiva (en la fisonomía, sobre todo) del también excelente retrato femenino que pertenece a la colección Pérez Simón. Me refiero al óleo sobre doña Teresa de Vallabriga, cuyos ojos se disparan fuera del soporte como si fueran dos canicas de obsidiana.