Editorial
Ver día anteriorDomingo 8 de enero de 2017Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Sociedad presente con partidos ausentes
E

xtendidas por prácticamente todos los estados de la República, las manifestaciones de rechazo al alza de las gasolinas constituyen, en esencia, una muestra de disconformidad ciudadana con los lineamientos de política económica que sigue a rajatabla el gobierno nacional. Pese al intento de algunos funcionarios por hacer del repudio un episodio puntual, acotado, reducido sólo a la impugnación de un aumento en concreto, las protestas –cuyo lema central es, efectivamente, el no al gasolinazo– cuestionan el derrotero económico impuesto por las autoridades hacendarias, especialmente gravoso para la mayoría de la población. El descontento que desde el anuncio de los aumentos se muestra en calles, casetas y carreteras tiene un carácter eminentemente social, que no puede ser desvirtuado por los sospechosos actos de vandalismo que en varios casos se han intercalado con las marchas, plantones y bloqueos, y representa una expresión legítima de censura a un modelo de país marcado por la desigualdad.

Las protestas ponen de manifiesto el dramático alejamiento que existe entre los institutos políticos y la ciudadanía: los partidos, encargados teóricos de canalizar las inquietudes de los electores, brillan por su ausencia (afortunadamente, dirán algunos) en episodios que, en conjunto, expresan una inconformidad masiva con la orientación del gobierno y tienen, por ello, el rango de hechos políticos. El divorcio entre partidos y votantes no es ninguna novedad, pero en coyunturas tan concretas como el gasolinazo sirve para comprobar, por si hiciera falta, el vacío de contenido de una partidocracia que este año costará a los contribuyentes más de 4 mil millones de pesos.

En esta ocasión contribuye a esa ausencia ya no digamos de protagonismo, sino de simple participación un dato nada menor: fueron los propios partidos los que, en perspectiva y en su mayoría, posibilitaron –en distintos grados y con diferentes cálculos– la medida que ahora impugna la población. Difícilmente podrían encontrar, en consecuencia, argumentos para desempeñar un papel activo en las protestas; de hecho, en los pocos casos en que representantes partidistas se han hecho presentes en las mismas han encontrado una recepción poco amistosa. No importa el color de las insignias: el hartazgo de hombres y mujeres comunes, de a pie, con los excesos y promesas incumplidas de los dirigentes políticos es tal que los fusiona a todos en una desconfianza uniforme.

Así, los intentos partidarios por sumarse orgánicamente a las protestas aparecen como equívocos y poco fiables. Se puede conceder que algunos de ellos sean producto de la buena fe y de la intención de oponerse a la inflacionaria disposición gubernamental, pero son tantos los antecedentes que dan cuenta de la opacidad que los partidos tienen a la hora de defender los intereses de los votantes que éstos prefieren no arriesgarse y seguir manteniéndolos al margen.

Más allá del curso de acción que tome el actual estado de cosas en el país, y con independencia del resultado que obtengan las movilizaciones contra el aumento de las gasolinas, esta etapa podría ser otra oportunidad –una más– para que esas instituciones orientadas a ejercer influencia en la conducción del Estado, para alcanzar el bien común y servir al interés nacional (como las define su propia Ley Orgánica) retomen el camino de la congruencia y justifiquen al menos la tajada de presupuesto que reciben.