Opinión
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El terror incesante
D

urante el fin de semana Medio Oriente fue azotado por una serie de atentados que dejaron decenas de personas muertas y una cifra mayor de heridos de distinta gravedad. El sábado al menos 60 personas murieron debido a la explosión de un camión cisterna en la ciudad siria de Azaz, en la frontera con Turquía. El domingo se produjeron dos atentados en mercados de la zona chiíta de Bagdad en los cuales perdieron la vida 13 y 15 personas, respectivamente, mientras en la zona oeste de Jerusalén cuatro soldados israelíes fueron asesinados por un camión lanzado contra un grupo de uniformados. Aunque sólo una de las explosiones en Bagdad fue reivindicada por el yihadista Estado Islámico (EI), todos los ataques referidos son atribuidos al citado grupo.

Aunque los conflictos armados y los métodos terroristas tienen una larga historia en la región, es imposible comprender los móviles y los niveles de la violencia actual sin la referencia de los atentados del 11 de septiembre (11-S) de 2001 contra las Torres Gemelas de Nueva York y el edificio del Pentágono, en Washington, ambos en Estados Unidos.

En efecto, la presente configuración social, política, económica y militar de esta zona del mundo es en gran parte resultado de las medidas adoptadas por el gobierno republicano de George W. Bush ante los atroces ataques del 11-S, así como de la política seguida por el demócrata Barack Obama.

Cabe recordar que entre las decisiones más trascendentales tomadas por la administración Bush en el contexto de la denominada guerra contra el terrorismo destacan la invasión y ocupación de Afganistán en el mismo 2001 y de Irak en 2003, con el consabido resultado de pérdida de soberanía y vacío de poder que causó, en la práctica, la desaparición de los estados nacionales y el surgimiento de gobiernos nominales, incapaces de controlar el territorio y garantizar mínimos niveles de seguridad a sus ciudadanos.

En efecto, la aparición y propagación de formaciones terroristas como el EI o las diversas ramas de Al-Qaeda no se explican sin este caldo de cultivo conformado por la ausencia del Estado y la pérdida de todo horizonte nacional para millones de ciudadanos.

El panorama al que se enfrentan no sólo las naciones citadas sino también otras que han sido blanco de la intervención en diversos grados y modalidades por Estados Unidos y sus aliados occidentales –particularmente Libia, Yemen, Mali, Somalia y Pakistán– obliga a concluir que, tras casi 16 años de invasiones, guerras, bombardeos y asesinatos selectivos contra el terror, hoy tenemos un mundo significativamente más peligroso e inestable.

Para colmo, ni el presidente estadunidense electo, Donald Trump, ni los gobiernos europeos tienen una propuesta coherente para poner fin a los conflictos iniciados y prevenir la aparición de nuevos brotes de violencia.

Hay que admitir, pues, que, más allá de la visión belicista que ha probado su fracaso de manera reiterada, Occidente no tiene voluntad ni capacidad para abordar un fenómeno de tal complejidad.

En tal contexto, el gobierno y la sociedad de México deben seguir manteniéndose al margen de unos conflictos en cuya resolución no se encuentran en condiciones de contribuir y, por el contrario, podrían sumarse y complicar la ya extensa lista de graves y urgentes problemas nacionales.