Opinión
Ver día anteriorLunes 30 de enero de 2017Ver día siguienteEdiciones anteriores
Servicio Sindicado RSS
Dixio
 
Nostalgias peligrosas
E

stamos en un momento de grave peligro. No podemos cerrar los ojos. Pero atrevernos a abrirlos exige estar dispuesto a reconocer que podemos estar atrapados en aquello que nos amenaza.

Una creencia nostálgica aparece hoy como programa de gobierno. El señor Trump la expresa en forma espectacular y desfachatada, la cobijan dirigentes prominentes del Partido Republicano… y la comparten millones de estadunidenses. Entre ellos, tiene raíces profundas una imagen idealizada de su país, según la cual serían excepcionales y una bendición para el mundo. Se formó a lo largo de 200 años y pareció confirmarse al término de la Segunda Guerra Mundial, cuando Estados Unidos generaba más de la mitad del producto mundial registrado, era acreedor universal y tenía la bomba, mientras Europa y la Unión Soviética sufrían las consecuencias de la guerra y Japón estaba ocupado. Su evidente condición hegemónica fue reconocida en todas las instituciones internacionales creadas en esos años, desde Bretton Woods hasta Naciones Unidas.

Los estadunidenses querían algo más. Para estabilizar su hegemonía concibieron un emblema que incluso los antiyanquis pudiesen aceptar, un paradigma que convirtiera su modo de vida en ideal universal y permanente. El 20 de enero de 1949, al tomar posesión, el presidente Truman acuñó políticamente la palabra subdesarrollo y ofreció compartir con las áreas subdesarrolladas sus avances científicos y tecnológicos para que pudiesen disfrutar del American way of life. La propuesta atrapó la fantasía general en todo el mundo. En México se hizo religión de políticos y clases acomodadas y contagió a casi toda la población.

En los siguientes años Estados Unidos se hizo campeón de la liberación nacional y contribuyó a desmantelar lo que quedaba de los imperios europeos. Esta operación, combinada con el Plan Marshall, la Alianza para el Progreso, el Cuerpo de Paz y muchos otros dispositivos legales o ilegales hicieron posible un nuevo tipo de ejercicio imperial, que casi nunca implicaba la ocupación territorial, por la fuerza, de otros países.

Para dar viabilidad y legitimidad al empeño, quienes lo organizaron compartieron una parte significativa del pastel imperial con amplios grupos de trabajadores estadunidenses, que así disfrutaron de varias décadas de prosperidad sin precedentes. Eran grupos muy amplios… pero no abarcaban a toda la población. El diseño se puso en marcha con un tinte racista y sexista que lo caracterizó desde el principio y se aplicó tanto dentro como fuera de Estados Unidos. La denuncia de ese carácter fue habitualmente despreciada. Muchos estadunidenses persisten hasta hoy en negarlo como un rasgo sustantivo de su sociedad, aunque no ha dejado de caracterizarla desde que nació.

El escenario de la posguerra pasó a la historia. Estados Unidos ganó también la guerra fría, pero el mundo de hoy no es como el de ayer. No será posible dar marcha atrás a la historia. Sin embargo, millones de estadunidenses, quizá la mayoría, comparten el sueño de recuperar la posición que el país llegó a tener. Aunque sea falto de realismo, el intento de conseguirlo causará inmensos daños; los padecen ya millones de mexicanos y musulmanes y muchas otras personas. También provoca resistencia. Se movilizan ya quienes tratarán de bloquear ese camino insensato, que ha generado una profunda polarización en la sociedad estadunidense; por su propio interés y por convicción, podrían impedir que Trump se diera los balazos en el pie que ha anunciado y tratarán de detener su política insensata e inhumana.

Poco podrá hacer México para cambiar las cosas allá. Tampoco durará la unidad aparente de las clases políticas, construida artificialmente con el uso ritual de la bandera; tiene arrastre popular, pero carece de fundamento sólido. Desde abajo, en cambio, podríamos enfrentar las amenazas con organización y talento. Podríamos, por ejemplo, ofrecer a los mexicanos de allá una reinserción exitosa. Millones de personas hábiles, calificadas y trabajadoras serían bendición para el país si los recibimos en condiciones adecuadas. Y podríamos convertirnos en ejemplo mundial de la forma digna de tratar a los migrantes centroamericanos y caribeños, si nos organizamos para impedir la vergüenza nacional que representa el infame trato que les dan criminales y funcionarios. Avanzaríamos así en la construcción de una nueva sociedad.

Trump cree, como muchos estadunidenses, lo que desde Carlos Salinas pregona el gobierno mexicano: que el TLCAN fue un gran beneficio para México, logrado con astucia frente a Estados Unidos. Ninguna evidencia del desastre que ha significado para nosotros podrá convencerlo de otra cosa; tratará de conseguir aún más en la mesa de negociaciones. Y tampoco cambiará su creencia, también compartida ampliamente, de que los migrantes mexicanos son un problema y un peligro para su país; no podrá reconocer cuánto los necesitan.

Hace un siglo Proust observó que los hechos no penetran en el mundo donde habitan nuestras creencias, y como no les dieron vida no las pueden matar; pueden estar desmintiéndolas constantemente sin debilitarlas, y un alud de desgracias o enfermedades que se suceden sin interrupción en una familia no la hacen dudar de la bondad de su dios o del talento de su médico. Ni los hechos reales ni los alternativos importan para el caso. Ninguno podrá modificar esa peligrosa actitud a la que se está dando un cauce espeluznante.

Machado lo dijo en forma contundente: Por debajo de lo que se piensa está lo que se cree, como si dijéramos en una capa más honda de nuestro espíritu.Debemos tomar en cuenta la profundidad y extensión de las supersticiones estadunidenses sobre nosotros al empeñarnos en construir una nueva esperanza, basada en nuestra propia noción de qué es vivir bien.