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Legislar sobre los desplazados, necesidad imperiosa
D

iluido en el amplio contexto de la violencia que azota al país, el tema de los desplazamientos masivos de personas hacia distintos puntos del territorio nacional tiende a perder visibilidad pública, a pesar de las profundas –y dañinas– implicancias económicas y sociales que tiene. Mientras autoridades, medios, organismos internacionales, asociaciones civiles y ciudadanía en general observan, miden y cuantifican los episodios violentos que tienen como eje principal la actividad del crimen organizado y el combate al mismo, por debajo de esa realidad, como en una especie de subsuelo, va creciendo un fenómeno que sume en la incertidumbre a miles de familias obligadas a dejar tras de sí todas sus expectativas de vida, para sortear la alternativa de perder la vida misma.

Los desplazamientos poblacionales no son nuevos en México: existe registro de ellos desde hace decenios, y se han producido cada vez que conflictos comunales, disputas político-religiosas, catástrofes naturales, construcción de megaproyectos o pleitos por tierras han empujado a grupos más o menos nutridos de hombres y mujeres a abandonar involuntariamente sus lugares de origen para establecerse en espacios que al menos les ofrecen un poco más de seguridad física, aunque no mucho más que eso. Sin embargo, en años recientes las causas que los originaban en nuestro país se han emparejado con la que motiva la enorme mayoría de los desplazamientos en todo el mundo; a saber, la violencia armada.

El carácter difuso que tienen los movimientos de población (se producen de manera progresiva, descoordinada y casi siempre sigilosa) hace difícil conocer con precisión a cuántas personas afectan. No es difícil identificar a los estados donde tienen lugar los mayores desplazamientos (Michoacán, Tamaulipas, Guerrero, Chihuahua, Veracruz, Chiapas, San Luis Potosí y unos pocos más); pero no resulta sencillo poner en cifras cuál es la magnitud que alcanzan. A mediados del año pasado, un informe elaborado por la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) daba cuenta de una cifra ligeramente superior a 35 mil, pero aclaraba que la misma podía ser bastante superior, porque existían numerosos casos no reportados por ninguna autoridad estatal o local, y otros de los que lisa y llanamente nadie siquiera estaba enterado.

Hechos puntuales como el acontecido ahora en el municipio sinaloense de El Rosario, donde un centenar de familias tuvieron que dejar sus casas a raíz de las amenazas y los ataques efectivos de grupos criminales presentes en la zona, se repiten en otros espacios de la República, sin que a la fecha haya políticas públicas bien definidas para atender a los desplazados, o un marco jurídico que reconozca y auxilie a estos grupos de población. No es que falten proyectos o iniciativas orientadas a cubrir este vacío; de hecho, en algunas legislaturas locales se han presentado proyectos sobre el particular, y el propio Congreso de la Unión ha mandado elaborar informes sobre los desplazamientos con el presunto fin de actuar al respecto. Pero, en última instancia, las coyunturas políticas imponen otros temas de agenda, y la necesidad de contar con una ley general sobre desplazamiento forzado, que determine cuáles son y hasta dónde llegan las obligaciones del Estado en esta materia, va quedando para mejor oportunidad.

Los estudios senatoriales para incluir en la ley general de víctimas la cuestión del desplazamiento, realizados a fines del pasado año, no cristalizaron adecuadamente en las reformas incorporadas a ese instrumento; y en todo caso lo que parece más apropiado, dada la singularidad y gravedad del problema, es contar con una herramienta legal que se ocupe específicamente de los desplazados y su frecuentemente ignorado drama de todos los días.