Opinión
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Los hijos de Coatlicue saben nacer
H

ay que reconocerle al capitán André Breton que sus visiones y conclusiones con frecuencia daban en el blanco de lo real a pesar de que postulaban el discurso de la poca realidad. Bien que perteneció al núcleo fundador del surrealismo, aquel movimiento (actitud) que subvertiría el mundo medible y perceptible para soltarlo a los designios del azar de manera sistemática y deliberada (de ahí su originalidad histórica). Que Breton se ascendiera a sargento, luego capitán y comisario, y se pusiera a degradar y expulsar a los camaradas, le dio en la torre al movimiento pero no a la energía cósmica que desencadenaron hacia 1924 el montonal de artistas, poetas, provocadores profesionales y espías de las distintas potencias europeas que activaron la potente bomba de lo real irreconocible, lo fantástico verdadero.

Breton visita México en 1938, en pleno cardenismo, y se pronuncia por el arte independiente y revolucionario. Se rodea de los Trotski, los Rivera, los surrealistas que todavía lo aguantan y gente así. México le resulta fascinante pero excesivo, hermoso y aterrador. Su realidad es demasiado surreal. Encuentra aquí un lugar inmejorable para preguntarse por el sentido de la actividad humana y de la vida misma, con sus inevitables y sus absurdos.

Cito un párrafo de Recuerdo de México en traducción de Tomás Segovia: Imperiosamente México nos convida a (la) meditación sobre los fines de la actividad del hombre, con sus pirámides hechas de varias capas de piedras correspondientes a culturas muy distantes que se han recubierto y oscuramente penetrado unas a otras. Los sondeos dan a los sabios arqueólogos la oportunidad de vaticinar sobre las diferentes razas que se sucedieron en ese suelo e hicieron prevalecer en él sus armas y sus dioses. Pero muchos de esos monumentos desaparecen todavía bajo la hierba corta y se confunden de lejos como de cerca con los montes. El gran mensaje de las tumbas, que por vías libres de toda sospecha se difunde más que se descifra, carga el aire de electricidad. México, mal despertado de su pasado mitológico, sigue evolucionando bajo la protección de Xochipilli, dios de las flores y de la poesía lírica, y de Coatlicue, diosa de la tierra y de la muerte violenta. Este poder de conciliación de la vida y la muerte es sin lugar a dudas el principal atractivo de que dispone México. A ese respecto mantiene abierto un registro inagotable de sensaciones, desde las más benignas hasta las más insidiosas (André Breton: antología, 1913-1966. Siglo XXI Editores, México, 1973).

Lugares comunes aparte, su observación transmite el estremecimiento ante una potencia sin par en México. Está en su naturaleza volver siempre a florecer, hasta de las ruinas. Con mayor familiaridad, Luis Cardoza y Aragón lo pone así: Sueño contigo, Coatlicue, para auscultar el corazón de México; expresión de lo inexpresable, ella encarna el espanto de ser y tiene una calavera en el lugar del sexo.

Sabida es la fascinación de las bandas surrealistas por nuestro país, al grado de que muchos resolvieron aquí su exilio del fascismo reinante: unos por judíos, otros por republicanos, otros por trotskistas, anarquistas, comunistas, o nomás por surrealistas.

Llama la atención la lucidez pionera con que Breton comprendió el arte de Frida Kahlo. Tomaría medio siglo que le hicieran caso la crítica y las masas adoradoras del arte moderno: La contribución de Frida Kahlo al arte de nuestra época está llamada a tomar, entre las diversas tendencias pictóricas que se abren camino, un valor de partición muy particular.

Breton ve que la pintura mexicana desde principios del siglo XIX (¿será que quiso escribir siglo XX?) es la que mejor se ha sustraído a toda influencia extranjera, la más profundamente prendada de sus propios recursos. Define el arte de Frida como una suerte de profecía surrealista cumplida espontáneamente. Y mejor: una cinta alrededor de una bomba.

Tan de otro México y de otros tiempos, las notas e iluminaciones bretonianas, divergentes pero complementarias a las de Antonin Artaud, confían en algo que ante nuestro presente desgarrado y huérfano no debemos olvidar: los hijos de Coatlicue, así como se entre matan con facilidad, saben nacer de sus ruinas, soñar sin permiso, cada tanto dejar atrás a los reyes y señores insensatos, y echarse a caminar.