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Pintar la Revolución
S

i nos atenemos al testimonio de Jesusa Palancares, magistralmente novelado por Elena Poniatowska, la Revolución no le hizo justicia. Cientos se han quejado de lo mismo pero la diferencia entre ella y los demás es que Jesusa participó en el movimiento armado en el frente de batalla y quedó tan pobre y marginada como había empezado. El cambio de régimen la mantuvo en esa tierra de nadie donde la desigualdad y la injusticia, sin hipérbole, apestan.

Jesusa –que se llamaba en realidad Josefina Bórquez, como nos lo aclara Poniatowska en Las indómitas– vivió después del conflicto armado en esos márgenes del desarrollo que parece nunca dejarán de serlo. Las vecindades se caen, construyen otras pero sus paupérrimos inquilinos después de remozado el lugar ya no cuentan con un espacio allí, no pueden pagarlo. Son expulsados de nuevo a las zonas sin drenaje, sin banquetas, sin agua. Los cinturones de miseria cambian su espacio geográfico pero no mudan su paisaje humano. Son la Casa Blanca de los hijos de Sánchez en la calle de Peralvillo, el barrio del El Jaibo de Los olvidados.

Tal vez por esa extendida y obvia medición del fracaso revolucionario por sus zonas de miseria La región más transparente, de Carlos Fuentes, sea una novela sobre esa Revolución que no le hizo justicia a tantos como prometía y también una novela sobre la ciudad, la ciudad que habla por sí misma. En un país centralista llevado al absurdo, el Centro, la Ciudad de México no sólo es el crisol sino el laberinto de espejos que dan cuenta del resto del país: si quienes huyen de la miseria en la provincia aceptan sobrevivir aquí hambrientos y cubiertos de harapos, no cuesta imaginar sus lugares de origen.

Como sea, pocos cambios tan profundos registra nuestra historia como los provocados por la Revolución Mexicana. Más allá de haber sido un movimiento armado que permitió reivindicar derechos fundamentales ignorados por el régimen autoritario de Porfirio Díaz, la Revolución también ha sido un gran surtidor de motivos que han enriquecido nuestro imaginario, como puede verse en la exposición del Palacio de Bellas Artes, Pinta la Revolución.

La Revolución Mexicana fue también, en mucho sentidos, una revolución cultural. Primero permitió que los mexicanos se conocieran a sí mismos. Fue un crisol enorme donde rasgos y costumbres se mezclaron y se vieron por primera vez los varios Méxicos que son México. Pero la Revolución fue de igual manera un gran surtidor de motivos que se adhirieron al imaginario colectivo. En mucho contribuyeron los pintores a fijarlas al hacer al México profundo protagonista de sus cuadros y murales.

Goitia, que participó en el movimiento armado, tuvo acercamientos terribles de lo que también fue: un rosario de colgados de los postes de telégrafo o de los escasos árboles de Zacatecas; Orozco, aunque no participó en los combates, registró las trincheras y las violaciones masivas a mujeres, y Diego Rivera más que close ups del movimiento armado reinterpretó y sintetizó la historia con imágenes poderosas. Si alguien fijó a Zapata no como un bandolero sino como líder revolucionario fue él; si alguien sintetizó los anhelos del Caudillo del Sur en la frase Tierra y libertad se lo debemos a Diego Rivera.

Pinta la Revolución, que se exhibe en Bellas Artes, es una gran muestra que da cuenta de cómo la Revolución magnetizó decenas de artistas. Esta muestra que se expuso en el Museo de Arte Moderno de Filadelfia fue considerada como la exposición más importante de Estados Unidos en 2016 y por The Guardian como la más representativa del arte mexicano.

Pinta la Revolución también es una narrativa a través de más de 200 obras del arte en nuestro país en medio siglo. Allí están la historia de pintores, grabadores, escultores y fotógrafos. Además de los muralistas se exhiben obras de Tina Modotti, El Chango García Cabral, Carlos Mérida, Ángel Zárraga y Miguel Covarrubias, por mencionar sólo algunos.

Durante más de medio siglo fue criticada la llamada Escuela Mexicana de Pintura porque nos ahogaba con una cortina de nopal. Una parte considerable de sus críticos olvidaron que en materia de arte lo que importa es el arte más que sus temas. De no ser así los ateos no disfrutarían la Capilla Sixtina y los empresarios no disfrutarían a los Siqueiros, a los Orozcos, a los Riveras. Hoy no sólo los disfrutan. Forman parte de sus colecciones.

Por lo demás, algunos de los motivos de esa Revolución social que fue la primera del siglo XX nos faltan por cumplir, como aquella demanda zapatista al Constituyente de 1917 que rebasa nuestras demandas de transparencia: los zapatistas querían que los nuevos funcionarios no sólo hicieran públicos sus bienes sino que lo fueran toda su vida y no sólo durante su mandato.

¿Qué pensarían esos zapatistas sobre los embargos de información, sobre la idea de que los descendientes de los malversadores se borren de los expendientes de los archivos para limpiar el origen de su fortunas? Seguramente pensarían que de seguir las cosas así los ricos descendientes del ex gobernador Duarte, por ejemplo, podrían ser en el futuro empresarios con genio financiero.