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Las horas de la verdad
E

stas horas de angustia obligan a todo tipo de recuentos, a cual más de crueles. En derechos humanos nuestro saldo está en números rojos; desacatos abiertos al orden y a las autoridades en todos los estratos del gobierno del Estado. Qué decir del bochornoso caso de las amenazas contra el periodista Héctor de Mauleón, quien, para vergüenza de todos, se ve obligado a vivir custodiado. Por éste y otros casos urge ir más allá de la solidaridad gremial y hacer un reclamo enérgico de pronta y eficaz acción pública de la autoridad para conferir al orden constitucional de la ciudad plena vigencia.

Así, en la economía como en la política, también en el edificio todo de la procuración, la administración y el otorgamiento de justicia campea el reino de la fragilidad institucional y la vulnerabilidad ciudadana, del todo ajeno a las promesas de modernidad del cambio estructural y la democracia, representativa o sin adjetivos, como la proclamara el historiador Enrique Krauze.

La ola estatista y expropiadora que en esos años tanto se temió no llegó y, poco a poco, las aguas buscaron recuperar el nivel, que no volvió a ser el anterior. La banca no sólo se reprivatizó, sino que se extranjerizó, dejando al descubierto el sistema de pagos del país; luego vino la gran promesa de una modernización en buena medida circunscrita a la influencia del socio mayor. El libre comercio no nos volvió libres, salvo para consumir computadoras, aunque impulsó un nuevo régimen productivo y comercial en buena parte del país.

Sin relación con otras corrientes alternas y profundas de la transformación mexicana, en especial la demográfica, la apertura generó desequilibrios mayores en los mecanismos de coordinación social sin que el pluralismo político, coronado por la alternancia en la Presidencia de la República, fuese capaz de gestar un auténtico orden democrático que le diera al Estado nuevas fuentes de gobernanza y legitimidad. Ni qué decir de la necesaria sintonía entre el sistema político y los arreglos institucionales para definir las jerarquías en el Estado, modular la división del trabajo impuesta por la apertura económica, comercial y financiera y, sobre todo, promover nuevas formas de encauzar la lucha distributiva y redefinir los criterios redistributivos de los frutos del esfuerzo colectivo. Conclusión: llegamos a la gran recesión y al fin del ciclo globalizador implantado por el discurso neoliberal con un tejido social deshilachado, deficitario acceso comunitario a los bienes públicos, una sociedad abrumada y vulnerable. A su vez, el Estado resiente una acentuada perdida de credibilidad de sus dirigentes y la justicia social y cotidiana viven bajo tierra.

El reclamo es contra el Estado, donde se proclama inapelablemente, se dan cita todas nuestras lacras: la corrupción, la incuria, la miopía y ceguera burocrática, en tanto que los ganadores y usufructuarios del cambio fulgurante se las arreglan para no ser vistos por los justicieros de toda laya que buscan quedarse con el espacio de la opinión pública, el otorgamiento de recompensas y hasta de legitimidades, los mecanismos centrales de la distribución social.

Un país y una nación que renuncian a su Estado viven horas terminales. Los revolucionarios quieren demoler al Estado porque lo suponen fuente y receptáculo de todos los males, aunque después descubren su necesidad y dan lugar a una resurrección ampliada de las burocracias y el autoritarismo que, como con Stalin, se volvieron mal sueño para los reformadores y reformistas de las más diversas denominaciones. Algo así puede pasar con Trump y, de ocurrir, nos afectará.

La hora verdadera debe ser la hora del Estado. Su recuperación mediante una reforma que tendrá que ser la del poder, su constitución, transferencia y ejercicio. Por esto es que preocupa la simplificación en que se incurre al incriminar al Estado de todos los crímenes, acciones y omisiones que lastran nuestra vida civil y cotidiana hasta llegar a trazar panoramas de desolada confusión, como en Guerrero, donde podemos acabar por exculpar a los asesinos y criminales con tal de poner en el banquillo a un cada vez más fantasmal gobierno.

Lo grave es que el simplismo no es exclusivo de las falanges de la Iglesia y la llamada sociedad civil organizada, se ha aposentado en los salones del poder y amenaza contaminar todo. Véanse si no las ocurrencias del secretario de Hacienda al abordar el crucial tema del espacio fiscal y las amenazas de las (des)calificadoras. Tras advertir sensatamente sobre las implicaciones que podría tener una reforma espejo que llevara a reducir la carga tributaria, para dizque ser competitivos frente a USA-Trump, José Antonio Meade resalta la importancia de los impuestos prediales, pero soslaya la batería de tributos de que el Estado puede disponer para afrontar la crisis fiscal mayúscula que ha dejado ser larvaria para tornarse peligro inminente.

Al congelar su reforma fiscal de 2013, el gobierno del presidente Peña inició su ominosa renuncia al Estado nacional que ahora el energúmeno de la Casa Blanca quiere imponer como condición para empezar a hablar. Para nosotros debería ser la hora de recuperar el Estado y con rigor plantear su reforma, pospuesta y soslayada ya tantas veces.