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Naciones en vilo
¿Q

ué es lo que define a una nación? La pregunta no es fácil. En 1882 Ernest Renan, uno de los pensadores más iconoclastas del siglo XIX, pronunció una conferencia al respecto –que apareció después como un breve folleto– y que a la postre resultó un clásico. El título es de por sí elocuente: ¿Qué es una nación? Diez años antes, la guerra francoprusiana había arrancado a la primera varias provincias del norte. El fervor y los agravios nacionalistas campeaban en ambos países y en la mayor parte de Europa. Cuatro décadas después habrían de estallar en la primera Guerra Mundial.

En el texto Renan opta por responder a la interrogante de lo que unifica a una nación de una manera contraintuitiva, cancelando hipótesis probables. ¿Es acaso el lenguaje lo que provee su identidad? La respuesta para Renan es no (o no lo suficientemente). Toda nación moderna cuenta, por lo regular, con varias lenguas, y el lenguaje nacional funciona como mecanismo de exclusión y marginación (de quienes no lo hablan con las reglas de las élites). La religión tampoco parece cumplir con esa función cohesionadora. Lo normal es que existan múltiples religiones bajo el techo de un mismo Estado, aun cuando los conflictos religiosos hayan producido desgarramientos nacionales. La etnicidad ha sido siempre un tema de división y estratificación y, sin embargo, es con estos principios que se constituye precisamente el Estado moderno. La soberanía sobre un territorio se ha revelado constantemente como fuente incluso de guerras civiles, y el destino de las confrontaciones territoriales y culturales es siempre impredecible, como puede observarse hoy en los casos de Cataluña en España y de Escocia en el archipiélago británico. Sin embargo, así como brotan esos conflictos, los pactos también suelen ser predecibles, como sucedió en Canadá.

¿Qué es entonces lo que unifica a una nación? La respuesta de Renan es todo, menos predecible: el olvido y el sentimiento de un pasado común. Durante el siglo XIX y la primera mitad del siglo XX, al constituirse, una nación solía, al menos, desplazar de su memoria no las diferencias sociales, políticas y culturales que la constituían, sino los conflictos y las pérdidas que habían dado origen a esas diferencias. Este fenómeno de confiscación de la memoria era elocuente por todas partes: en las calles, los monumentos, las historias oficiales, el lenguaje…

A partir de las décadas recientes, las cosas al parecer han empezado a cambiar. El conflicto entre Madrid y Cataluña, que ha puesto en entredicho la forma actual de España, tiene su origen –entre otras razones– en que los catalanes no parecen dispuestos a olvidar las atrocidades cometidas por el franquismo, sobre todo después de la guerra civil, en los años 50. No es improbable que la disolución de la Unión Soviética se deba más a la tragedia que el estalinismo impuso a la población en los años 30 y 40, que a la inviabilidad misma del socialismo (al menos de otro tipo de socialismo). Y Alemania está marcada de tal manera por su pasado, que su europeísmo se antoja (además de un proyecto de expansión) como gradual proceso de extinción de su antigua identidad.

Al parecer, la aparición de la nuda vida, el exterminio sistemático de una parte de la población que nunca se opuso al régimen prevaleciente produce huellas, rasgaduras y heridas que acaban por resultar imperdonables. Tan imperdonables como para volver naciones enteras inviables como tales.

El dilema es que la memoria histórica no reside tanto en la evocación o la supresión de una parte del propio pasado, sino en la forma en que las memorias en conflicto de una sociedad hacen posible o no su coexistencia.

La otra dimensión de esa memoria se despliega bajo la forma en que una cultura o una nación son recordadas por los otros. La memoria, en tanto que la memoria de los otros, propone invariablemente un proyecto de futuro. O un proyecto inviable de futuro.

Alemania sabe bastante de esto. No hay espacio de conflicto en el que haya ingresado en el que alguien no recuerde el trauma que impuso a las naciones europeas. Ahora tocó hacerlo al más inveterado de los políticos actuales, Donald Trump. No extenderle el saludo a Angela Merkel parece un inocuo berrinche de un político inocuo, aunque siempre resulta patético observar cómo un imperio no sabe lidiar con sus agravios.

Pero la pregunta central es si una nación puede soportar esas catástrofes humanas, en las que la nuda vida y el Homo Sacer acaban por erosionar su consistencia. Es una pregunta urgente para el México de hoy, en el que el sentimiento nacional se ha desvanecido de manera casi insólita. Incluso para quienes hoy lo requieren como trofeo.