Política
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Nosotros ya no somos los mismos

Te piden hora y das el reloj

Los dos momentos históricos que son los más decidores de mi opinión sobre la unidad nacional

U

na parte de la multitud me reclama: ya déjate de los rodeos de siempre. Bien decía Tulio Hernández que a ti te piden hora y das el reloj. Ya entendimos que la idea de patria trasciende el lugar de origen, el espacio físico en el que llegamos al mundo y que nos hermana e identifica con todos los que compartimos ese ­territorio.

Ya quedamos que el patriotismo es como un ADN espiritual, anímico, emocional que entrelaza a un grupo humano. Una retahíla de recuerdos que transmitidos de generación en generación, conforman la trama y la urdimbre de ese inacabable tejido que, desde muy atrás, decidimos llamar México. Pero vimos también que en una sola patria, la visión de lo que en ella por años haya acontecido, suele variar de uno a otro de los sectores que la constituyen: desastres naturales, accidentes absolutamente imprevisibles, acciones del hombre que por ignorancia, irresponsabilidad o por innegable mala fe, siempre tienen una repercusión. Ésta no es siempre la misma: el lugar que se ocupa en la pi­rámide social jerarquiza, le define a cada quien la dimensión del grado específico de satisfacción o dolor que se registra sobre un mismo hecho o acto. La patria es en principio territorio. La nación es esencialmente historia. Vida en común: desgracias, infortunios, algunos triunfos, aspiraciones nunca satisfechas, demandas siempre pendientes, pero una fuerza interior, una vocación irrenunciable de construir un destino que se sueña superior y que se concibe común.

Los gobiernos se constituyen, se imponen, se anquilosan, pervierten y son depuestos. Los territorios de ensanchan, dividen, son cercenados y llegan aún a desaparecer. Las instituciones se conci­ben, perfeccionan, establecen, rigen y condicionan la vida de los ciudadanos y lue­go, si no se adaptan, se tornan caducas, entran en desuso o se convierten en rémoras que terminan en las enciclopedias o los museos. Los más poderosos imperios militares ganaron miles de batallas y les bastó una, la última, para inscribirse en el capítulo de los derrotados. Los poseedores de las grandes fortunas, no es inusual que terminen devorados por sus propios descendientes, cada vez más torpes, inútiles, holgazanes, ignorantes. (No me pidan nombres, por favor.)

Al final, carentes de un gobierno que los convoque, de un territorio que los acoja, muchas veces perseguidos o mal aceptados en múltiples países, sobreviven preservando su historia, sus leyendas y creencias. Su cultura, costumbres, gastronomía, su música y repitiendo de una generación a otra la versión oral de sus orígenes y las razones de su pervivencia en contra de la naturaleza misma y de la amenaza siempre latente de que, no hay duda: homo homini lupus. Sobreviven y triunfan porque se han integrado formando un solo cuerpo que experimenta con dolor o satisfacción plena, lo que a cualquiera de sus miembros afecta. A la nación no hay necesidad de convocarla o incitarla a la unidad: la nación es la unidad natural, espontánea, de los que comparten todo lo anterior. Por eso –y aquí viene mi herejía– me atrevo a provocar las más rotundas descalificaciones con esta mi afirmación: en los 2 millones de kilómetros cuadrados que integran nuestro territorio, cohabitamos diversas naciones. La división no es una cuestión territorial que se define horizontalmente, más bien es vertical la que con sus especificidades se repite a todo largo del territorio: nuestras patrias tienen una innegable estructura piramidal. Ya entrados en gastos reconozcamos: la patria tiene una innegable conformación de clase.

En estos momentos, como caídos del cielo (o de la nube) me caen dos correos que, muy parecidos en sus textos, me presionan: “ya deja tus relatos por todos sabidos (yo pienso: qué bueno que así fuera), relata los ejemplos contundentes sobre tu afirmación de que la ‘unidad nacional’, ante una poderosa amenaza extranjera, es tan factible como que el señor Trump o míster Vicente Fox puedan caminar y masticar chicle al mismo tiempo. A continuación, documenta ya tus horrendas predicciones de lo que puede darse en los meses por venir. Ojalá y de nueva cuenta te equivoques”.

Atiendo la instrucción. Y simplemente me concreto a rememorar, los dos momentos históricos que son los más decidores de mi iconoclasta y bárbara opinión sobre la unidad nacional. Y vengan dos parrafitos de historia de primaria nada más para cuestionar a todos los incrédulos que dudan: ¡como México no hay dos!

Quedamos en que después de la muerte de Iturbide y la caída de su instantáneo imperio, ascendieron a la Presidencia de la República, primero don Guadalupe Victoria y luego don Vicente Guerrero. Insurgentes, patriotas, a toda prueba: Victoria es el único presidente que en esta azarosa etapa logra terminar su periodo. En 11 años de gobierno centralista/conservador se cambió 16 veces de presidente entre nueve personas. Ambos caudillos aguerridos e intrépidos como pocos en los campos de batalla, en el ejercicio del poder político fueron tolerantes y conciliadores, lo bastante para que las ambiciones, ausencia de principios y mínimo amor por la nueva patria de los realistas sobrevivientes o sus descendientes, no cesaran de combatirlos en el terreno que les es más propio: la intriga, la sedición y los pactos nunca cumplidos. Obstaculizaron su proyecto de enderezar a la República y se dedicaron al complot y la asonada. En el caso del segundo, Vicente Guerrero, llegaron al secuestro y el ajusticiamiento. El autor intelectual fue el abuelo ideológico de nuestros ganones intelectuales orgánicos del momento. Don Lucas Alamán, patrono de los herederos del genocida Hernán Cortés, que en ese entonces seguían peleando fortunas, fueros y canonjías. Él es el cerebro detrás de la celada a un mexicano creador de esta patria que seguimos insistiendo en hacer común.

Por favor, perdóneseme esta inveterada costumbre a la digresión, pero no pude vencer la tentación de preguntar: ¿se acuerdan cuando decían, decían, que el inimputable doctor y rector de su universidad and familiar business, don Vicente Fox, se defendió de los reclamos que se le hacían por insistir, más allá de lo establecido en la Constitución, en incluir a su reciente dama de compañía (la mamá de los futuros Little tycoons, los pequeños midas sahagunistas), doña Martha, en el único poder de la Federación que no es colegiado sino estrictamente unipersonal: el Ejecutivo? Dicen, dicen, que el humanista, enciclopédico señor Fox arremetió: ¿Por qué me reclaman a mí, y nunca dijeron nada cuando la Presidencia de la República la ocupó la primera pareja matrimonial: el general Victoria y doña Guadalupe?... Si todavía hay alguna persona dedicada a leerle sus 10 minutos diarios al maestro Fox, contribuyo: el esposo de doña Guadalupe, como él la nombra, fue: José Miguel Adaucto Fernández y Félix.

Casi lo juro: el próximo lunes terminaremos con los Polkos y la Junta de Notables de ayer y hoy. Y la misma duda: ¿Y la unidad nacional?

Twitter: @ortiztejeda