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El capitalismo y nuestras mentalidades
L

as órdenes del presidente Donald Trump más que ejecutivas son destructivas. En migración destrozan hogares y en medio ambiente se destinan a dañar nuestro entorno y demoler los acuerdos de París contra el cambio climático. El mundo ha sido puesto en peligro y hay que buscar respuestas adecuadas, basadas en la ciencia y comprometidas con la defensa de la especie y el resto de la naturaleza. Para nuestra fortuna, los mexicanos tenemos entre nosotros a científicos comprometidos como José Sarukhán, recientemente distinguido con el Premio Internacional Tyler, máximo galardón en su materia, que se ha vuelto la de todos. Felicitaciones mil para José y orgullo del bueno para todos nosotros.

La perspectiva abierta por la crisis recoge ya con toda fuerza el espectro de un trauma mayor proveniente de acciones y omisiones criminales como las que emprende Trump, pero su matriz inmediata sigue siendo político-económica. No es sólo cuestión de sensibilidades y mentalidades, sino de disonancias mayúsculas en la operación y constitución del capitalismo contemporáneo. Más vale reconocerlas y pronto. Como nos lo recuerdan Mariana Mazzucato y Michael Jacobs en su espléndida introducción a la robusta e importante obra colectiva Rethinking Capitalism: “En noviembre de 2008, a medida que la crisis financiera global se intensificaba, la reina Isabel en una visita a la London School of Economics preguntó a los profesores y economistas ahí reunidos: ‘Dada su extraordinaria escala, cómo es posible que nadie viera lo que venía’.

La pregunta de la reina era todo menos ingenua y apuntaba al corazón de dos grandes fallas del capitalismo contemporáneo, cuya primera crisis aún no se asumía como convulsión de enormes proporciones. La primera de estas fallas nos refiere al hecho de que el capitalismo entre 2007 y 2008 estuvo al punto del colapso y no se ha recuperado. La segunda es que la profesión supuestamente encargada de entender, explicar y disectar las crisis y formular políticas para encararlas y superarlas no había comprendido lo que pasaba.

Hoy tenemos que hablar de la contemporaneidad de esas dos grandes fallas. El capitalismo, en la crisis y su secuela, se ha revelado como un sistema político-económico profundamente disfuncional, para la sociedad y frente al reclamo universal con la amenaza del cambio climático. La crisis financiera que estallara en 2008 ha llevado al sistema a la más profunda y larga de sus recesiones en la historia moderna. Pocas economías avanzadas se han recuperado cabalmente y las perspectivas de un crecimiento portador de una recuperación sostenible siguen inciertas, según el FMI, el BM, la OCDE y otros observatorios globales.

No sobra recordar que, incluso durante los años de la celebración globalista bautizados como los de la gran moderación, los niveles de vida de la mayoría de los hogares apenas crecieron. La desigualdad emergió entonces como el gran tema olvidado por las democracias capitalistas triunfadoras de la guerra fría y pronto se volvió el centro de la preocupación pública y del reclamo de grandes grupos sociales, en especial de los jóvenes que con la Gran Recesión vieron no sólo cancelados sus precarios empleos, sino sus expectativas de progreso individual, con y sin educación superior o posgrado.

Tal panorama se disemina hoy por todo el planeta y nadie puede presumir que haya logrado desacoplarse de tales impactos. Por eso es que tiene que hablarse de una crisis global, incluso de un cambio de época como propone Alicia Bárcena, de origen financiero y económico que ahora acosa prácticamente todos los planos de la vida social y la cultura. Al mismo tiempo, nos advierten nuestros autores, la disciplina económica ha encarado severos cuestionamientos sobre su capacidad de comprender el funcionamiento de las economías modernas: ¿qué hizo que una crisis financiera se convirtiera en un acontecimiento traumático, un shock de enormes proporciones materiales, mentales, individuales y de grupo?; ¿por qué no se concretan las recuperaciones?, son algunas de las preguntas que no encuentran respuesta.

No se trata sólo de falta de previsión, sino del predominio de la creencia de que la política económica sustentada en el paradigma de la eficiencia de los mercados y su capacidad de autocorrección y regulación había superado la amenaza de las recesiones y el desempleo masivo. Es decir, todo lo que a partir de 2007 se volvió el núcleo principal de la realidad socioeconómica planetaria. Peor aún, si cabe, es que el enfoque de política económica que tras la Gran Recesión se ha impuesto ha profundizado las tendencias recesivas y abierto la puerta a la indeseable perspectiva de un estancamiento secular que suma al mundo en un ambiente abiertamente depresivo.

Lo dicho hasta aquí no es fruto de ninguna invención ni de una imaginación contaminada por las viejas teorías del colapso. Forma parte de la discusión corriente en muchos ambientes políticos e intelectuales y deriva en las interpelaciones y reclamos colectivos más diversos y encontrados. De Trump a los (ex) jóvenes indignados del 15M español o el Occupy Wall Street hay un gran tramo retórico, conceptual, ideológico, pero un subsuelo común: el descontento mayor, desparramado a la vez que persistente, con el capitalismo y su globalización, de la que se esperaban muchas cosas y se resintieron muchas más que no fueron atendidas ni entendidas a tiempo por las élites del poder y la riqueza. De aquí la impronta plebeya, populista como dicen, que cruza los reclamos y las divergencias. Por lo menos en apariencia.

El motivo de esta nota no sólo es poner al día al lector sobre las ideas y la evolución de la tormenta. En lo inmediato, busca cuestionar una declaración reciente del presidente Peña que no ayuda para esclarecer los términos del debate, menos todavía cuando se han dado cita ominosa los estragos de la crisis global con los impactos reales y retóricos de las amenazas del presidente Trump. Quienes digan que hay crisis en México seguramente la tienen en sus mentes porque no es eso lo que está pasando. Y las cifras hablan por sí mismas, dijo el presidente ante miles de soldados y marinos reunidos en el Campo Militar número uno ( La Jornada, 29/3/17, p. 4). Y, en efecto, la economía no decrece ni deja de crecer aunque sea tantito como escribió recientemente el analista Jonathan Heath, pero las cifras no hablan, nunca pueden hacerlo, por sí mismas. Reclaman orden y jerarquía y más de una interpretación.

Podemos convenir en que hoy no hay crisis económica en México. Aunque tendría que admitirse que hay múltiples explicaciones, descripciones y taxonomías del fenómeno, de cuya combinación no pocos podrían concluir que sí hay una crisis económica y social. También, que ésta no se ubica sólo en la imaginación de los críticos o el ánimo de los encuestados, sino que se cuece en el caldero de las relaciones sociales y en ese figón maldito del Estado, como alguna vez lo llamara el filósofo francés Henri Lefebvre.

Bajo cualquier hipótesis e interpretación está la evidencia de que esta economía que no está en crisis ha crecido magramente por más de 30 años por debajo de su trayectoria histórica y de sus potencialidades, precisamente en un momento en que el cambio demográfico reclama más empleos y excedentes para bienes y servicios públicos de calidad y cantidad distintas a las del pasado. El resultado ha sido una pérdida de potencialidades de crecimiento y una oferta reducida de empleos de buena calidad muy por debajo de lo mínimo necesario.

La economía que emergió de la dolorosa treintena del cambio estructural de fines del siglo XX no es robusta ni tiene capacidades de defensa frente a las veleidades del ciclo internacional; su reproducción es azarosa, su diversificación es pobre, incapaz de coadyuvar a gestar un mercado interno robusto y de absorber los impactos de las convulsiones globales. Gran exportadora de bienes industriales, no se ha mostrado como una economía incluyente, dispuesta a redistribuir justamente los frutos del esfuerzo social. La mexicana es una economía excluyente y socialmente insatisfactoria. Crisis no hay, pero algo anda mal; sin necesidad de oír voces o leer las mentes.