Opinión
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La Muestra

Últimos días en La Habana

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Fotograma de la película de Fernando Pérez
P

eriodo especial. Aunque Últimos días en La Habana, la cinta más reciente del veterano cubano Fernando Pérez (Suite Habana, 2003; La vida es silbar, 1998; Madagascar, 1995), se filma más de dos décadas después de aquel gran éxito de taquilla de Tomás Gutiérrez Alea y Juan Carlos Tabío, Fresa y chocolate (1993), las similitudes entre ambas películas han hecho pensar que se trata ahora de una suerte de segunda parte de aquel filme emblemático.

La nueva cinta pareciera en efecto transcurrir durante la misma dura época de penuria económica extrema, el llamado periodo especial de principios de los años 90, provocado en parte por el colapso de la antigua Unión Soviética. El hecho de que Diego (Jorge Martínez), el protagonista viva postrado en la cama, víctima del VIH, padecimiento hoy crónico y controlable, pero en aquel entonces mortal a muy corto plazo, contribuye a que esa doble visión (enfermedad y miseria) del filme de Fernando Pérez sea particularmente fatalista.

Cargar así las tintas del melodrama social, con tintes casi de telenovela, es algo que se le da con harta facilidad al cine cubano, pero aderezar el todo con toques de comedia irónica y muy pendenciera, es cosa seria, como se diría allá, y esta cinta consigue en el intento una síntesis a la vez hilarante y muy emotiva.

A sus 40 años, el bullanguero e irrefrenable conquistador gay Diego vive así sus últimos días de pastillas y agonía e inmovilidad forzada. Casi sin fuerzas ni apetito, el resto de su enorme capital de energía se concentra ahora en su muy fértil habla popular habanera que maneja de modo seductor e irresistible.

A lado suyo, representando su polo opuesto, figura su amigo y compañero sentimental de muchos años, Miguel (Patricio Wood), inexpresivo y taciturno, capaz de desesperar con su mutismo a un santo. Pero es solícito y abnegado como una madre de cine clásico mexicano. Miguel sueña con una sola cosa y en ese anhelo concentra su muy menguada energía: largarse a Estados Unidos en cuanto termine el calvario de Diego, y encontrar ahí el paraíso terrenal, mientras su amigo ganaría, con previsibles tropiezos, el edén celestial.

Mientras tanto, la vida muy mundana del populoso barrio de La Habana centro ofrece en la película toda una galería de personajes pintorescos, una vecindad de muros derruidos y escaleras vencidas que es irrupción de vida en la agonía del enfermo: el pepillo jinetero que podría dar consuelo a la carne triste de Diego, la mujer policía de los temibles CDR (Comités de la Defensa de la Revolución), que se transforma en matrona dicharachera y afable, los pleitos conyugales que hacen cimbrar, con riesgo de colapso, las paredes del vetusto edificio habanero, y una adolescente punk, irreverente y avispada, que desespera y divierte al enfermo, y que por sí sola resume el espíritu indoblegable y rebelde de una generación nueva de cubanos poscastristas.

Una estupenda comedia de lenguas largas para oídos ya no tan sordos.

Se exhibe en la sala 3 de la Cineteca Nacional, a las 12 y 17:30 horas.

Twitter: @Carlos.Bonfil1