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La conspiración del café
O

tra de las aventuras que padeció Clarisa en la ciudad y que acabaron por convencerla de que lo mejor que podía hacer era mudarse a Brava, según registra en un reciente número de La Voz Brava, consistió en el desconcierto que la invadió cuando, en un café, el mesero, con el pasmoso pretexto de que necesitaba cambio, que enseguida le repondría, la despojó de dos billetes de 500 pesos que no sólo no le devolvió, sino que, tras sustraer de igual suma a otros parroquianos, con idénticas confusas razones, huyó del café y no se supo más de él, según se enteró ella después, con el agravio consumado.

Cuando Clarisa protestó con el responsable del lugar, éste le pidió disculpas y le reveló que el mesero bandido no formaba parte del personal formalmente hablando, sino que se trataba de un joven que esa misma mañana había entrado al café a pedir trabajo y que él, responsable del lugar y admitidamente ingenuo, lo había aceptado, eso sí, bajo la advertencia de que estaría a prueba antes de que fuera contratado.

Pero quizá sea más ilustrativo el engaño, reflexionó Clarisa, si ella registraba el hecho en las circunstancias completas en medio de las cuales tuvo lugar semejante atraco.

Clarisa llegó una mañana a ese sitio convocada por una investigadora española que desde hacía años vivía en Egipto y cuyo tema se centraba en los escritores latinoamericanos de origen árabe.

El café en el que la investigadora citó a Clarisa se caracterizaba por su decoración: las cuatro paredes tenían repisas y éstas estaban ocupadas por cafeteras de diferentes orígenes, épocas, estilo y tamaño. A Clarisa, que no lo conocía hasta ahora, a pesar de estar situado en una de las zonas más atractivas y concurridas de la ciudad, le pareció acogedor y se sentó en una mesa central a esperar a la investigadora, que no tardó en llegar y presentarse. Cada una pidió un café.

Clarisa, avispada y curiosa, condujo a la investigadora a contarle más de sí misma que a permitirle hacer su trabajo y entrevistarla a ella. Aunque también es cierto que, por las cartas que la investigadora le escribió a Clarisa, dese El Cairo, era evidente que tenía suficiente información sobre Clarisa y que, el encuentro en el café era más un pretexto para conocerla personalmente que para averiguar nada que no supiera de antemano sobre ella. Conocía, por supuesto, el verdadero nombre y apellidos de Clarisa, datos sin los cuales su investigación no habría estado justificada.

Clarisa le preguntó en especial cómo veía ella la vida de hoy en el turbulento Egipto, y la sorprendió, contra sus expectativas, oír que en El Cairo, a pesar del nuevo dictador (golpista, represor, rechazado durante la presidencia de Barak Obama, pero apoyado de lleno por el presidente actual de Estados Unidos, el señor Trump), se vivía con tranquilidad, que la gente, sobre todo la más ordinaria, era amable y confiable. En todo caso, añadió, ella vivía contenta ahí, en su mundo universitario, alejada de las protestas y los disturbios contra al-Sisi; que a pesar de todos los conflictos políticos, religiosos y sociales, ella se sentía en casa y no echaba de menos a su natal España. La universidad para la cual trabajaba estaba al día en lo último en cada área del conocimiento (científica, humanista, artística y tecnológica) que componía su cuerpo de enseñanza, de modo que ella se sentía en contacto con el resto del mundo (igualmente caótico), tanto oriental como occidental.

En eso el mesero salteador las interrumpió con su ilógica petición a Clarisa, y ella accedió, quizá con el deseo de mostrar a la investigadora que, en esta ciudad, la gente, aún la más ordinaria, era amable y confiable. Su reacción nació del anhelo de que su país no se quedara atrás ante Egipto, porque, enterada de lo maliciosa y hasta peligrosa que en realidad era mucha gente de la ciudad, ordinaria o sofisticada, era incapaz de admitirlo, y menos ante un extranjero.

Sin embargo, cuando pidió la cuenta y quien se le acercó fue el responsable del café, se desató la verdad de los hechos.

Clarisa primero se rió, sin duda de vergüenza por haber sido timada tan fácilmente. Pero al repensar en el asunto y tarde entender que el café debió haber asumido su responsabilidad y retribuir a las víctimas la totalidad de lo estafado, experimentó una humillación sin precedente y, lo peor, sin solución a la vista.