Sociedad y Justicia
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Mar de Historias

Cosas de mamá

I

C

uando me refiero a ella le digo siempre madre. Si la recuerdo la llamo como nunca lo hice: por su nombre. De cariño, los parientes y los vecinos le decían Gracia. No conservo ninguno de sus objetos personales, pero recuerdo bien los que mejor me devuelven su presencia: un vestido morado, el misal con tapas de concha, un juego de peinetas y un fichú de lana ligera palo de rosa.

Lo usó durante muchos años, y no sólo en la temporada de lluvias o en el invierno: se lo echaba sobre los hombros en los malos momentos. La textura suave y esponjosa de la prenda le daba, según me dijo alguna vez, calorcito.

Entendí lo que esa palabra –calorcito– significaba para ella la tarde en que murió. Al verla, inexpresiva y rígida en su cama, me sorprendió que la enfermedad la hubiese disminuido tanto. Vestía su camisero estampado y medias, como si estuviera lista para salir a alguna parte. El fichú estaba a los pies de su cama. Vi a mi padre acariciarlo muy suavemente, sonriendo y murmurando palabras que no alcancé a entender, pero que iban dirigidas a Gracia.

De pronto, con la cara enrojecida por el esfuerzo de contener el llanto, levantó el fichú y se quedó mirándolo como si no supiera qué hacer con él, hasta que al fin me lo entregó. Su textura, el olor que despedía me hicieron sentir consuelo, el calorcito a que una vez se refirió mi madre. Hoy me atrevo a llamarla por su nombre: Altagracia. Las cuatro sílabas sólo enmarcan su ausencia.

Pasados los días, cuando iba a visitar a mi padre a su departamento, siempre lo encontraba ante la mesa llena de los relojes y encendedores que vendía (acompañado por mi madre) en las calles. En el respaldo de su silla colgaba el fichú palo de rosa. Fue su consuelo hasta el día de su muerte, ocurrida tres semanas después de quedar viudo. Él y Gracia comparten la misma tumba, lo que es un gran alivio.

II

Cada vez que mis hermanos o yo le llevábamos un regalo, lo primero que hacía mi madre era buscarle un sitio donde pudiera encontrarlo fácilmente, sin riesgo de que se perdiera entre los muchos objetos que había atesorado, no por avaricia, sino por razones sentimentales y tal vez porque pensaba que en algún momento iba a necesitarlos.

La mañana en que tuve que desmontar su departamento y me vi ante aquel sinfín de cosas entendí que era imposible conservarlas. Fue muy doloroso desprenderme aun de las más modestas y tan carentes de utilidad y valor como las que encontré en el pequeño clóset del baño.

Allí encontré –además de ropa de cama y medicinas– cajas de cartón vacías, envolturas, moños, cierres, botones, aretes nones, tijeras, unas tenazas para rizar cabello, una red y su dedal. Se lo ponía para zurcir calcetines, voltear los cuellos de las camisas, componer un cierre o bordar un mantel.

Recuerdo a mi madre sentada junto a la ventana, con un muestrario de hilos vela en la mesa y el retazo de cuadrillé cubriéndole las rodillas. Sobre esa tela le gustaba figurar letras o flores en punto de cruz. Sólo un bordado quedó inconcluso. Mi última conversación con ella, también. Ya no alcanzó a decirme a qué edad había conocido el mar.

III

En la cocina encontré una caja llena de vasos desiguales. De todos el más bonito era uno azul. Al verlo recordé la mañana lluviosa del sábado en que mi madre me pidió que la acompañara a El Ánfora. Necesitaba comprar un juego de agua porque, con motivo del l0 de mayo, iba a hacerle una comida a mi abuela.

Mientras mi madre comparaba precios y calidades, empezó a llover. A los muchos compradores que ya había se sumaron personas ansiosas de guarecerse. El aire en la tienda se volvió pesado, bochornoso. Mi aburrimiento y mi incomodidad eran indecibles. No entendía por qué mi madre se demoraba tanto en decidirse por un juego de agua. Al fin optó por el de vidrio azul.

Nada más lo usábamos en ocasiones especiales. A pesar de eso y de los cuidados, al cabo de poco tiempo fue disminuyendo el número de piezas hasta que nada más quedó un vaso. Lo conservé durante algunos años. Recién lavado, me gustaba verlo a contraluz. Eso era suficiente para recordar aquella mañana lluviosa en El Ánfora y la dicha infantil con que mi madre acomodó sobre la mesa el juego de agua.

El vaso terminó por romperse, pero no olvido su tono azul ni su transparencia. A través de ella sigo mirando una lluviosa mañana de mayo y, junto a mí, la silueta de mi madre. Gracia.