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La música de Juan Rulfo
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Periódico La Jornada
Sábado 13 de mayo de 2017, p. a16

Murmullos, suspiros, rasguños, ecos, aullidos, el aleteo del colibrí, la densa parsimonia de las nubes, el agobio del sol, la risa de las aves, el reptar de las creaturas de la noche contra el piso, contra las paredes.

La obra de Juan Rulfo está poblada de silencio, el alimento de la música.

El Disquero conmemora el centenario del más grande escritor mexicano en la historia. Su relación con la música va más allá de las óperas que se han escrito a partir de sus textos. Tiene que ver más con William Shakespeare que con Pascal Quignard o James Joyce.

Al igual que Shakespeare, Rulfo genera sonidos, atmósferas sonoras, paisajes acústicos, prosodias insólitas que vibran en el oído interno del lector.

La música en Juan Rulfo no es la referencia cultista de Quignard, sino la esencia misma de la música: el silencio, lo inaudible, lo apenas escuchado, el murmullo, el suspiro. La caricia.

¿Sueña usted, lector? ¿Recuerda usted sus sueños con claridad? ¿Cómo se escuchan las voces en sus sueños? Así, exactamente así suena la música de Rulfo.

En el Disquero de hoy, usted escuchará música sin necesidad de ir a YouTube. Aunque puede hacerlo, de hecho le recomiendo mucho esa experiencia: escuchar la música de Rulfo en voz del autor lo hace a uno vibrar, le pone la piel chinita, lo hace aullar de emoción en los momentos de clímax musical.

La serie Voz viva de México, de la Universidad Nacional Autónoma de México (la UNAM, nuestra alma mater), tiene entre sus tesoros el mayor: Juan Rulfo: voz del autor, que salió de entre los estantes en la biblioteca personal del autor de este texto de manera mágica: cuando quiero lavar mis oídos de música que he estudiado durante demasiados días, acudo al librero, cierro los ojos y elijo al azar un disco. El de Rulfo, entonces, apareció además porque era su momento, la conmemoración de sus primeros cien años, porque es inmortal.

Lo que siguió fue sacar de los estantes de la biblioteca de casa los libros de Rulfo y elegir, también al azar, los fragmentos musicales que pueblan sus obras y que le invito a escuchar a continuación:

* * *

El río comenzó a crecer hace tres noches, a eso de la madrugada. Yo estaba muy dormido y, sin embargo, el estruendo que traía el río al arrastrarse me hizo despertar en seguida y pegar el brinco de la cama con mi cobija en la mano, como si hubiera creído que se estaba derrumbando el techo de mi casa. Pero después me volví a dormir, porque reconocí el sonido del río y porque ese sonido se fue haciendo igual hasta traerme otra vez el sueño.

* * *

–Este pueblo está lleno de ecos. Tal parece que estuvieran encerrados en el hueco de las paredes o debajo de las piedras. Cuando caminas, sientes que te van pisando los pasos. Oyes crujidos. Risas. Unas risas ya muy viejas, como cansadas de reír. Y voces ya desgastadas por el uso. Todo eso oyes. Pienso que llegará el día en que estos sonidos se apaguen.

* * *

Sobre San Gabriel estaba bajando otra vez la niebla. En los cerros azules brillaba todavía el sol. Una mancha de tierra cubría el pueblo. Después vino la oscuridad. Esa noche no encendieron las luces, de luto, pues don Justo era el dueño de la luz. Los perros aullaron hasta el amanecer. Los vidrios de colores de la iglesia estuvieron encendidos hasta el amanecer con la luz de los cirios, mientras velaban el cuerpo del difunto. Voces de mujeres cantaban en el semisueño de la noche: Salgan, salgan, salgan, ánimas de penas con voz de falsete. Y las campanas estuvieron doblando a muerto toda la noche, hasta el amanecer, hasta que fueron cortadas por el toque del alba.

* * *

–¿Y a qué va usted a Comala, si se puede saber? –oí que me preguntaban.

–Voy a ver a mi padre –contesté.

–¡Ah! –dijo él.

Y volvimos al silencio.

* * *

–¿Qué es? –me dijo.

–¿Qué es qué? –le pregunté.

–Eso, el ruido ese.

–Es el silencio.

* * *

Había chuparrosas. Era la época. Se oía el zumbido de sus alas entre las flores del jazmín que se caía de flores.

* * *

Sólo quedaba la noche, el siseo de la lluvia como un murmullo de grillos…

* * *

La voz sacude los hombros. Hace enderezar el cuerpo.

Entreabre los ojos. Se oyen las gotas de agua que caen del hidrante sobre el cántaro raso. Se oyen pasos que se arrastran… Y el llanto.

Entonces oyó el llanto. Eso lo despertó: un llanto suave, delgado, que quizá por delgado pudo traspasar la maraña del sueño, llegando hasta el lugar donde anidan los sobresaltos.

* * *

Susana San Juan oye el golpe del viento contra la ventana cerrada. Está acostada con los brazos detrás de la cabeza, pensando, oyendo los ruidos de la noche; cómo la noche va y viene arrastrada por el soplo del viento sin quietud. Luego el seco detenerse.

Han abierto la puerta. Una racha de aire apaga la lámpara. Ve la oscuridad y entonces deja de pensar. Siente pequeños susurros. En seguida oye el percutir de su corazón en palpitaciones desiguales. Al través de sus párpados cerrados entrevé la llama de la luz.

* * *

Oía de vez en cuando el sonido de las palabras, y notaba la diferencia. Porque las palabras que había oído hasta entonces, hasta entonces lo supe, no tenían ningún sonido, no sonaban; se sentían; pero sin sonido, como las que se oyen durante los sueños.

* * *

Miraba caer las gotas iluminadas por los relámpagos, y cada vez que respiraba suspiraba, y cada vez que pensaba, pensaba en ti, Susana.

* * *

Allá afuera seguía avanzando la noche.

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