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Las mujeres a Juan Rulfo
S

i un lector atento revisa el trato que Juan Rulfo le da a las mujeres en El llano en llamas y en Pedro Páramo, –fuera de la prodigiosa y trágica historia de amor entre Susana San Juan y Pedro Páramo– Rulfo se refiere a ellas como: viejas carambas/viejas infelices/ viejas de los mil judas/viejas hijas del demonio/floripondios engarruñados, viejas indinas/viejas feas como pasmadas de burro, viejas todas caídas en los cincuenta y otros calificativos. En Anacleto Morones, antes de acostarse con la Pancha, Lucas Lucatero le pide que se corte esos pelos que tiene en los bigotes y hasta le ofrece traerle tijeras. Entonces, Pancha le responde:

Cómo te burlas de mí, Lucas Lucatero. Te pasas la vida mirando mis defectos. Déjame mis bigotes en paz. Así no sospecharán.

Alguna vez, hace muchos años, lo entrevisté a propósito de las mujeres en su obra e iniciamos el diálogo en su oficina del Instituto Nacional Indigenista:

–Oye Juan, y ¿cuál es el momento de tu vida en que has sido más feliz? –le pregunté a Juan Rulfo cuando se publicó Pedro Páramo.

–Yo creo que nunca he tenido ningún momento.

–¡Ay, a poco! ¿Ni cuando haces el amor eres feliz?

–Bueno... asegún. Todo tiene sus asegunes.

–Oye Juan y ¿por qué en tus cuentos y en tu novela Pedro Páramo las mujeres aparecen sólo vistas por los hombres?

–Es que yo tengo muy pocos personajes mujeres.

–Pero tu gran personaje mujer, Susana San Juan, delira ¿por qué? O ¿es que tú crees que las mujeres están medio chifladas?

–No. Son redondas las mujeres.

–¿Redondas?

–Sí, es que no tienen esquinas y no hay por donde agarrarlas.

–¿A poco tú nunca has podido agarrarlas?

–Pues me ha costado trabajo.

–Todo cuesta trabajo.

–A mí me gusta mucho la mujer, pero me gusta más como amiga y como compañera que como esposa, porque el matrimonio es una atadura y desde el momento en que es atadura deja de funcionar.

–¿Y por qué pones a Susana San Juan a platicar puras distancias?

–Susana San Juan dice cosas muy concretas, habla de su amor por otro, por Florencio.

–Es que tú tratas mal a las mujeres en tus dos libros, Juan, ninguna de ellas funciona realmente; todas son encarnaciones de alguna debilidad humana, estériles como Dorotea, chismosas como Eduviges, arrepentidas como Natalia, locas como Susana San Juan o bigotonas como Pancha.

–¿Pancha? ¿Cuál Pancha?

–Pancha, la de Anacleto Morones.

–¡Ah, como serás!

–Como serás tú, Juan. A Susana San Juan la avientas sobre el lecho revuelto, los ojos vidriosos, la mirada perdida, bañada en sudor, diciendo puras distancias. En tu obra, ningún personaje mujer funciona para ti como mujer de a de veras, ninguna dice esta boca es mía, ninguna es fresca como la fresca mañana, sólo Natalia tiene las piernas redondas y duras al sol, pero para qué le sirven, se las llenas de pústulas y de llagas como el cerebro, la corroe el remordimiento, le amorata las piernas, se las anudas para no volver a desatarlas. ¡Y luego, lo que le haces a Damiana!

–¿Qué le hago yo a Damiana?

–La pones a esperar allí toda la vida a que regrese Pedro Páramo. En vano entorna la puerta y se desnuda para que Don Pedro no encuentre dificultades, pero él nunca regresa porque una vez gritó frente a su puerta: Damiana, ábreme la puerta y Damiana no le abrió. ¡Y lo que le haces a Micaela!

–¿A Micaela?

–Sí, a Micaela. Ella le explica a Lucas Lucatero que no ha manchado su alma: Soy soltera, pero tengo marido. Una cosa es ser señorita y otra es ser soltera. Tú lo sabes. Y yo no soy señorita pero soy soltera.

–A tus años haciendo eso, Micaela.

–Tuve que hacerlo. Qué me ganaba con vivir de señorita. Soy mujer. Y una nace para dar lo que le dan a una.

–Hablas con las mismas palabras de Anacleto Morones.

–Sí, él me aconsejó que lo hiciera para que se me quitara lo hepático. Y me junté con alguien. Eso de tener cuarenta años y ser nueva es un pecado”.

Foto
Juan Rulfo en Comala, Colima, 1961. Fotografía de Carlos Velo incluida en el libro Noticias sobre Juan Rulfo: la biografía, de Alberto Vital, coeditado por la Fundación Juan Rulfo y Editorial RM, imagen publicada con autorización de la fundación que lleva el nombre del autor de la novela Pedro Páramo

–Oye, pues, ¿qué te pasa? ¿A poco ya te hiciste feminista?

–Sólo estoy repitiendo tus palabras.

Cuentos que parten del rencor

No sería temerario afirmar que Pedro Páramo y muchos de los cuentos de El llano en llamas parten del rencor. O de los rencores. La tierra solo entrega un pellejo de vaca, el sol calcina, tatema los llanos pelones y las cabezas alucinadas, las mujeres son comales ardiendo cuya carne se calienta enseguida con el calor de la tierra. Los hombres de Rulfo, mejor dicho, sus ánimas en pena van por llanos en llamas buscando a un padre que los deshijó en el momento de concebirlos, son solo hijos de una madre que les dejó el encargo vengarlas y murieron en buena hora, porque de no morir a tiempo solo hubieran servido de risión para los demás, para aquellos que toman cerveza caliente en la cantina, caliente como meados de burro, para aquellos que hablan de la mujer como de la pitahaya, que sirve únicamente porque tiene su agujerito. Somos un pueblo sin compasión, nada mejor puede pasarle a Susana San Juan que estar bajo tierra. Nada mejor para Pedro Páramo que convertirse en ese montón de piedras en el que se desmorona al final de su vida. Nada mejor que el viento que va subiendo encañonado. Sin embargo, si el aire es de piedra gris, a veces florece la delicada flor de cactus en esa tanta y tamaña tierra para nada, aunque dure poco porque en San Gabriel sopla un viento que no deja crecer ni las dulcamaras, esas plantitas tristes que apenas si pueden vivir un poco untadas a la tierra, agarradas con todas sus manos al despeñadero de los montes. Sólo a veces, allí donde hay un poco de sombra, escondido entre las piedras, florece el chicalote con sus amapolas blancas. Pero el chicalote pronto se marchita. Entonces uno lo oye rasguñando el aire con sus ramas espinosas, haciendo un ruido como el de un cuchillo sobre una piedra de afilar. Rulfo poseso, se posesiona de uno y lo deja abierto a las visitaciones, a los espíritus, a los fantasmas, a las ánimas en pena, al más allá, al pequeño cielo de la puerta por el cual se asoman las estrellas. Y hasta es posible oírlo cantar con su voz ahumada de tanto fumar: Hermosa flor de pitaya/Blanca flor de garambullo.

No conocí a Orozco pero me imagino que se parecía a Rulfo, de grandes trazos inexorables, los dos poseedores de la pureza de los duros, enajenados y compactos como terrones de tepetate, esa arcilla reseca que mancha de amarillo ciertas regiones de Jalisco, los dos mofándose del culto de la muerte y de la vida, volviendo la espalda a lo externo, amorosos del hombre y dolientes por su sacrificio inútil. Orozco vivió la Revolución y supo pintar el sangriento panorama, las víctimas inocentes y los héroes traicionados. Rulfo nos brindó otra Revolución y otros terratenientes, una imagen de la tierra que antes desconocíamos aunque otros escritores nos habían dado las suyas; José Eustacio Rivera, Rómulo Gallegos, Rafael F. Muñoz, Mariano Azuela, Martín Luis Guzmán, Agustín Yáñez. Rulfo se llenó el alma de palabras y nos las fue dando como piedras a que nos golpearan el pecho y viéramos de una vez por todas con una sola frase que parece emerger de la tierra abrupta, triste, escueta, podada. Los arrieros de Rulfo apenas si hablan, como almas vivientes y la información que dan es definitiva, absoluta.

Rulfo parece hablar desde el fondo del tiempo, con una voz antigua, terrible, la pura esencia de la tierra. Como si nos pusiera entre las manos un terrón y nos dijera: Toma, para que te entretengas. Ya Rulfo lo descifró. Cuando uno lee a Rulfo, oye uno silbar al viento a ras de la tierra seca, oye uno el olvido, oye uno las cenizas. También la tristeza. Rulfo entonces se alza como un personaje desolado que va caminando encima de esta tierra baldía, violenta, agria, de noches muy largas y más negras que nuestra mala conciencia.