Opinión
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El mundo de cambios o los cambios del mundo
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ace ya unos años que la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal) y su secretaria general nos advirtieron que más que una época de cambios el mundo atravesaba un cambio de época, como dijo Alicia Bárcenas para darle fuerza a su convocatoria a hacer de ésta la hora de la igualdad. Y así ha sido, aunque de modo muy desigual y, como quería el clásico revolucionario, combinado.

El globo da vueltas en sentido contrario a las manecillas del reloj y para muchos se vive una cuenta regresiva. A la vez, el mundo entero ha tomado nota de los impactos nefastos que sobre la distribución económica y social ha tenido el gran giro de fin de siglo con la globalización, aunque los estudiosos nos aconsejen tomar como grano de sal esta relación que muchos quieren unívoca entre globalidad y equidad. En medio, se prueba con cada vez más fuerza, opera un portentoso cambio técnico que en sus potencialidades encierra la profecía poco venturosa del fin del trabajo asalariado como lo hemos conocido.

Así, parece cerrarse el círculo que, como jaula de hierro, disminuye nuestras expectativas y pone en el banquillo al régimen de producción y distribución que se implantó como única alternativa a lo largo del último tercio del siglo XX. ¿Estamos, se preguntan historiadores, filósofos, sociólogos, ante el fin del capitalismo? ¿Habremos llegado a las proyecciones hechas por Marx en sus obras escondidas?

Estas y otras preguntas similares se las hacen los centros de pensamiento y las academias en buena parte del mundo desarrollado, mientras especulan sobre el tiempo que nos queda de gracia antes de que se derrumben los tejidos básicos del orden económico y financiero con otra, si se puede, mayor crisis de la producción y la confianza. No sólo son especulaciones de algún oscuro economista político puesto al margen de la autopista del pensamiento único, sino miradas rigurosas que responden no sólo a las angustias que siempre acompañan las incursiones en un futuro en realidad inexistente, sino a las que ya provocan, aquí y ahora, las víctimas y naufragios de una globalización que lejos quedó de cumplir sus promesas, pero sí sumió al planeta en una artera crisis sincrónica de la que nadie, ni la grandiosa China, pudo quedar exento.

Todo cambio, en particular aquel acompañado por mutaciones técnicas que trastocan el orden institucional, implica dislocaciones en los modos de vida, de producción y de reparto de los frutos del esfuerzo social. No hay refugio, ni manera de obtener un salvoconducto para navegar las transiciones sin ser tocado por los vientos hostiles desatados por esas mudanzas en la estructura cuyo corazón son las relaciones sociales, con sus jerarquías, dominaciones, distribuciones y divisiones del trabajo. Y es precisamente cuando nos encontramos en el ojo de este huracán cuando (re) inventamos la necesidad crucial y vital del Estado. Sea un Leviatán o en moda de Samurái, el Estado es más presente y necesario cuando se vive el desorden de las cosas y las personas sufren las durezas de la inseguridad y la violencia vuelta práctica criminal o recurso último para la subsistencia.

Decretar su desaparición o redundancia es, siempre, un acto desesperado. La impostura de algún demagogo que, sin decirlo, se propone como candidato a subsanar dichas ausencias. De aquí el temor, sin duda justificado, aunque no pocas veces usufructuado por los poderes establecidos, al mensaje mesiánico o la incitación al movimiento sin fin como modo de vivir las turbulencias de la política o las pulsiones autodestructivas de la economía. También las alarmas contra todo lo que nos parezca anormal o suene a eso que de muy mala manera ahora se llama populismo. El resultado, sin embargo, no suele ser el de un esclarecimiento, sino el de una mayúscula confusión que contagia a las mayorías y achica la visión de las élites.

De todo esto y más tenemos todos mucho que contar. Y los historiadores lo harán con deleite si es que de estos estrujantes deslizamientos sale una civilización renovada y no el panorama medieval o de Blade Runner que no pocos vaticinan.

Pero no preocuparse: esto también nos queda grande; las nuestras son caídas de segundo o tercer orden, como nos lo está mostrando el subsuelo donde se debaten las justas electorales o las banalidades de financieros y animadores empresariales que se plantan en la plaza a ofrecer sus mercancías.

No sólo hemos dejado de crecer, sino que nos achicamos a tal grado que casi cualquier panorama de expansión nos provoca vértigo. Hasta para vivir y sobrevivir estos y otros cambios del mundo se necesita empaque. Atributo extraviado que los dirigentes y los aspirantes confunden con la arrogancia y la prepotencia. Y así, ni a la esquina.