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Las culturas de los animales
C

ursé mis primeros dos semestres de la carrera de antropología en la ENAH, en 1973 y 1974. Eran tiempos del materialismo histórico y de autogobierno, de la llegada del exilio chileno y de la nueva canción latinoamericana. Por razones que no alcanzaba yo a entender, pero que tenían que ver con la efervescencia estudiantil que siguió al 68, la ENAH de esa época no tenía director. Su plan de estudios había sido elaborado por los estudiantes, e incluía un seminario del capital, que tenía duración obligatoria de seis o siete semestres (ya no recuerdo). El primer semestre, introductorio, las materias eran materialismo histórico, subdesarrollo, y por ahí se coló también una de introducción a la antropología, que se apoyaba en un libro de texto de un antropólogo estadunidense publicado originalmente en los años 30, utilizado como ejemplo de la ciencia burguesa que por ningún motivo había que emular.

A pesar de esa clase de treta del dogmatismo aplastante, la experiencia de la ENAH tuvo para mí mucho de seductora. La escuela estaba todavía en el segundo piso del Museo Nacional de Antropología, cosa que no dejaba de ser encantadora, por más que fuésemos críticos del Estado que había construido ese impresionante monumento. Además, la variedad humana del estudiantado, el compañerismo del lugar, y la sensación palpable de descubrimiento colectivo de lo real era muy atractiva. Había un diálogo raro entre lectura crítica del mundo, cimentada en el marxismo, más o menos vulgar, más o menos asimilable para mí, y la sorpresa constante ante la apertura del mundo social todo.

Uno de los primeros textos que nos dieron a leer en nuestra introducción a la antropología fue el famoso ensayo de Federico Engels sobre El papel del trabajo en la transformación del mono en hombre. La presentación del maestro sobre ese ensayo me hizo dudar de si debía hacer mi carrera en la ENAH. La duda no me vino porque el trabajo de Engels fuese malo, sino porque esperaban que lo leyésemos como si fuese el último descubrimiento de la antropología física, a pesar de haber sido publicado en 1876, un cuarto de siglo antes del descubrimiento de la genética.

En su interesante texto, Engels alegaba que la evolución de la mano humana se desarrolló en una dialéctica con el desarrollo del trabajo. La mano se fue formando y desarrollando junto con el trabajo. El trabajo fue causa y efecto del desarrollo de la habilidad manual. A mis escasos 16 años, me conflictuaba que el maestro diera por buena una teoría de la evolución que no tomara en cuenta la genética, que requiere de mutaciones para que haya cambios morfológicos en las especies. Pero ni a mí ni a nadie de los que estábamos ahí se nos ocurrió cuestionar la idea de que sólo el humano trabaja, que sólo el humano inventa utensilios, o que sólo el humano tiene cultura. La frase de Marx de que lo que distingue al peor de los arquitectos de la mejor de las abejas es que el arquitecto erige una imagen de lo que va a construir en su cabeza antes de erigir la estructura en la realidad nos parecía evidente a todos, sin excepción.

Durante mi juventud seguíamos aferrados a la idea de trazar un límite absoluto entre el humano y los demás animales. Como científicos sociales darwinistas, marxistas y ateos, aceptábamos que los humanos somos animales; sin embargo, seguíamos empecinados con que somos animales radicalmente diferentes, ya sea porque tenemos espíritu, por nuestra capacidad racional, porque generamos riqueza trabajando, o porque tenemos cultura.

Hoy cada vez queda más claro que aquella arrogancia frente a las demás especies tiene mucho de mala leche. Pensemos en la definición que en su momento hizo Aristóteles del humano como el animal racional. No está nada mal. Suena más o menos defendible. Sólo que resulta que, para el propio Aristóteles existían también humanos que se abocaban al trabajo físico que eran casi tan distintos de quienes trabajaban con la razón como el hombre y la bestia. Estos brutos carecían de una facultad racional plena, por lo que eran esclavos naturales.

La línea entre lo humano y lo animal se ha utilizado una y otra vez para marcar diferencias sociales, entre amo y esclavo, por ejemplo. La animalización ha sido la estrategia preferida de todo racismo, y también de todo sexismo. El hombre (racional) debe guiar a la mujer (sensible). El indio (sensible) necesita la tutela del español cristiano (de razón). El ario debe librar su país de los judíos, que son representados como parásitos (piojos, ratas). Para explotarlo mejor, para no considerarlo ni escucharlo, el negro es asimilado al simio.

La sordera del humano a la cultura de los animales manifiesta la misma mala fe que ha tenido siempre la sordera del amo cuando se encuentra frente a la racionalidad del esclavo. Para nosotros, los animales no pueden aprender ni enseñar, ni desarrollarse, ni producir. ¿Por qué no? A fin de cuentas, porque nos los queremos comer, o porque queremos considerar que todo lo suyo nos pertenece.

Sólo que hoy los estudios del mundo animal han derribado un prejuicio humano tras de otro. En lugar de ser un mundo de impulsos, cada especie tiene sus capacidades. Hay aves que inventan música, monos que inventan palabras, y elefantes que pintan. Hay cantidad de animales que aprenden a colaborar con nuestra especie... Todo eso hay. Es tiempo de comenzar a reconocer que el mundo de explotación humana se ha montado siempre no sólo sobre la bestialización del hombre, sino sobre la bestialización de todo el reino animal.