Política
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Desintegración del presidencialismo
L

a reciente encuesta que levantó Consulta Mitofsky acerca de la aprobación presidencial muestra que Enrique Peña Nieto tenía, al iniciarse el mes de mayo, 19 por ciento de aprobación (en el mismo año Carlos Salinas tenía 90 por ciento de aprobación y Ernesto Zedillo 85). ¿Estos resultados se explican sólo en términos personales, es decir, a partir de las características de Peña Nieto? ¿O más bien nos remiten a bloqueos e ineficiencias de la institución presidencial, que se ha visto apresada en una red creciente y compleja de intereses, muchos de ellos contradictorios? Es decir, ¿quién pierde? Peña Nieto o la Presidencia de la República?

Si la respuesta a la primera pregunta es que los rasgos de personalidad de Enrique Peña Nieto han socavado la institución presidencial, entonces el remedio está a la mano: cambiemos de mandatario. Pero si la respuesta apunta hacia la existencia de una red de intereses compleja que frena la acción presidencial, entonces nos encontramos en una situación complicada, porque aunque cambiemos de presidente, mientras no hagamos nada por desmantelar la red de intereses que le ata las manos, sea quien sea éste se encontrará en la misma situación, y la institución presidencial estará en riesgo de volverse irrelevante.

¿Es una exageración hablar de la desintegración del presidencialismo en México? Si desintegración suena escandaloso y amarillista, hablemos entonces de la presidencia disminuida a la que llegamos después de las numerosas reformas liberalizadoras, que culminaron con una notable reducción del intervencionismo estatal. La pregunta que hay que hacerse al respecto es si una presidencia disminuida alcanza para gobernar un país grande como México, o si podemos deslizarnos suavemente a un régimen político en el que el presidente y el Estado juegan un papel secundario frente a los partidos.

Es posible que en el curso de nuestra historia reciente haya habido presidentes excesivos, y que hayamos apoyado que se limitaran los recursos que se le atribuían y, sobre todo, la arbitrariedad de sus decisiones. No obstante, reducir el alcance de la autoridad presidencial puede comprometer el cumplimiento de algunas de sus funciones. Más allá de los vicios del pasado que nos llevaron a una caricatura del régimen presidencial, la presidencia sigue siendo una pieza central del sistema político: interviene en sus equilibrios internos, define la agenda de la discusión pública y es un referente común a todos los mexicanos. Los presidentes son agentes de cambio, al mismo tiempo que guardianes del orden establecido; su capacidad para atender estas responsabilidades encontradas ha sido cuestionada por los partidos que, en cambio, han sido los primeros en regatear a la Presidencia de la República los merecimientos que le corresponden cuando logra reconciliar los objetivos contradictorios.

Las secciones de la Constitución que se refieren a las facultades de la Presidencia de la República se mantienen intactas, pero algunas han sido alteradas por el uso y la costumbre, y por cambios indirectos inducidos por el régimen de partidos. Esta evolución no es necesariamente buena, porque a diferencia del presidente que, querámoslo o no, nos representa a todos, los partidos políticos representan cada uno a segmentos de la sociedad. Sus batallas más aguerridas están inspiradas por la defensa del interés de sus votantes –o de sus dirigencias–, las más de las veces en contra de los intereses de todos, y dada la experiencia, mejor hay que disminuirlos a ellos.

En Estados Unidos nació el régimen presidencial; ahí mismo, en su lugar de origen podría llegar a su fin. Al menos es lo que analistas y observadores plantean ante el impacto que hasta ahora ha tenido la llegada de Donald Trump a la presidencia. Si eso ocurre, si la Casa Blanca –la de allá– se viene abajo, ¿será la hora de cambiar de régimen?