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Las tribulaciones de Enrique Peña Nieto
E

n el cajón de las frustraciones del Presidente se amontonan sus sueños fracasados. No hay papel suficiente que permita detallarlos, pero sí se enuncian en una frase: No entendió que no entendía*. No entendió al país, lo percibió equívocamente con la mentalidad triunfalista de quien nunca topó con la adversidad.

Su vida pública fue un rosario de logros provincianos en el que la protección familiar, la indulgente clase política de su estado y no pocos recursos financieros, aceitaron su ascenso hasta la Presidencia. No supo de fracasos, frustraciones, de eso que forma y fortalece al hombre dotándolo de la agudeza, energía y estoicismo ante lo adverso. La única fortaleza de Peña Nieto son su vanidad y ambición.

Su vanidad lo anima ante tantos fallos, mas esa resistencia para él sólo tiene como misión satisfacer sus codicias. La primera es pasar a la historia como el semidiós que siempre se creyó, la segunda es prolongar su poder más allá de su sexenio para influir en el gobierno viniente y… muy interesante, protegerse de la justicia que lógicamente lo espera con la espada desenvainada. La tercera, que se nutre de las dos primeras, es ser congruente con su papel extraoficial de jefe de su partido y hacer lo imposible por preservarlo en el poder. Esas ambiciosas metas influirán sus decisiones del año 2018, dejando al interés nacional en segundo término.

Su cúmulo de obligaciones esenciales para lograr esas metas es enorme. Muchas de ellas se derivan de torpezas de su gobierno y otras, no pocas, le vienen del exterior. Ante ambos orígenes la eficacia de su gobierno será puesta a prueba y se puede anticipar que será con resultados menos que mediocres, tanto como lo es el equipo.

Trump y el descrédito internacional que el propio Presidente ha hecho caer sobre México son sus retos mayores allende nuestras fronteras. Externamente, el país se percibe como una sentina por ser evidentes la corrupción y el crimen. Dentro de nuestras fronteras, lo más explosivo es la seguridad interior, concepto al que objetivamente ya se ha ascendido dejando abajo el de la seguridad pública. La diaria mortandad, los huachicoleros y el asesinato de tantos periodistas así lo certifican. Ya estamos en el más allá.

La estabilidad de su gobierno está montada en el lomo de un caballo salvaje. Los procesos electorales locales del próximo domingo, e inmediatamente después de ellos los federales, son otra amenaza para la estabilidad y se insertan también en el círculo punzante de la seguridad interior, por el clima de violencia extrema que se puede anticipar.

Todo este profundo escenario de sombras será reconfigurado para mal el próximo 4 de junio en que se elija estruendosamente al gobernador del estado de México y a los de Coahuila y Nayarit, más a 212 presidentes municipales de Veracruz. De esta última entidad, las principales ciudades se dan por perdidas para el PRI.

Pero es el estado de México el que es la constipación sicológica de Peña Nieto. Perderlo sería un fracaso existencial, demoledor de su vanidad y un riesgo personal, por lo que anticiparía para la elección presidencial y consecuentemente para su seguridad personal después de su gobierno. Su encrucijada es qué, cuánto y cómo arriesgar para no perder, tanto por el colapso de su partido como por el candidato que nombró: un personaje que ni fu ni fa, un olmo que no dará peras.

Él sabe que su partido domina el cómo orientar a la autoridad electoral, operar las ánforas y cuadrar las actas, pero a la antigüita. Ya ha volcado todos los bienes federales posibles para ganar voluntades y tiene gestores en cada uno de los 45 distritos electorales para operar las urnas. La anemia propositiva, los ataques y el lenguaje bajuno de la campaña son anticipos de un mal fin y la posibilidad de que la elección cause altercados y se resuelva en tribunales sea muy alta. Peña Nieto está decidido a jugar todo en esa elección, pero ganando puede perder, y perder otra vez, en medio de otro escándalo de corrupción, en este caso política, que le sería fatal. Simplemente se ratificaría su autoritarismo irrespetuoso de las realidades. Un triunfo sucio como el que se prevé puede acabar con lo poco que le queda de decoro y ser condenado por la historia de la manera más amarga. Una derrota en su estado sería demoledora anímica y políticamente para el Presidente. Se habla de que significaría el fin del sexenio.

Pareciera ser que con su arrogancia, Peña Nieto convocó a todas las brujas y sus maleficios. Se equivocó de manera contundente, no concibió al complicado mundo en que vivimos ni descifrar a México con sus tremendas complejidades, sus riquezas y miserias. No supo distinguir la fuerza de alianzas latinoamericanas ni concebir una relación llevadera con Estados Unidos. Fue arrogante ante aquel intenso país. Recordar que no realizó una visita de Estado a Washington ni con el accesible Obama.

Qué lejos quedaron aquellos espectaculares actos que llenaban el patio central de Palacio Nacional de aplaudidores. Hoy Enrique Peña cree gobernar, pero su intención se pierde dentro del gran vacío que es su soledad. Los dados están echados, los veremos el domingo.

Para Guadalupe y Hervey.

*Cita de The Economist, enero de 1915.