Editorial
Ver día anteriorMiércoles 7 de junio de 2017Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Bloqueo a Qatar, injustificable
C

on el pretexto del supuesto financiamiento de Doha a distintos grupos islamistas y de la injerencia en asuntos internos de sus vecinos, el lunes Arabia Saudita, Bahréin, Emiratos Árabes Unidos y Egipto rompieron relaciones diplomáticas con Qatar e iniciaron un bloqueo contra ese pequeño emirato. Las naciones mencionadas cerraron sus espacios aéreos, terrestres y marítimos a todos los transportes procedentes de la nación aislada, además de decretar la expulsión de los diplomáticos de Doha en un plazo de 48 horas y de todo ciudadano qatarí en un máximo de dos semanas. Jordania, Yemen, Maldivas y hasta una facción armada que controla el este de Libia también rompieron o redujeron sus contactos con la potencia gasífera.

La maniobra, liderada por Riad, recuerda de manera obligada la invasión emprendida en agosto de 1990 por el Irak de Saddam Hussein en contra de Kuwait. Aunque en el caso actual no hay un ataque armado, el bloqueo es una agresión unilateral, arbitraria y avasalladora a una nación rica en hidrocarburos, pero con un territorio exiguo –para poner en perspectiva las dimensiones de Qatar puede señalarse que su extensión es equivalente a la del estado de Querétaro–, cometida por un vecino mucho más grande y militarmente poderoso. A diferencia de lo ocurrido entonces, la tolerancia mostrada ante el actual abuso obliga a recordar que ni Arabia Saudita ni los países que han decidido acompañarla en esta aventura de consecuencias imprevisibles poseen mandato alguno para emprender acciones de este tipo contra una nación soberana.

Este cuadro de asfixia económica lleva implícito un designio de sometimiento político y constituye una indudable ruptura de la legalidad internacional en la cual debe considerarse, en primer lugar, el atropello cometido en perjuicio de la población qatarí, la cual queda de esta manera aislada y expuesta a un incremento descontrolado en los precios de insumos básicos, como los alimentos, 40 por ciento de los cuales ingresan por Arabia Saudita, única frontera terrestre de esa pequeña península. Aún más condenable resulta este sabotaje a la población qatarí si se toma en cuenta que hasta 80 por ciento de sus 2.7 millones de habitantes son trabajadores inmigrantes, en su mayoría procedentes del sudeste asiático, quienes carecen de los recursos y la protección estatal para hacer frente a la carestía.

En segundo lugar, con independencia del papel que Qatar pudiera ejercer en el financiamiento del terrorismo y el extremismo, ha de considerarse el hecho de que la monarquía saudita es el actor menos autorizado para emitir juicios al respecto. En efecto, Arabia Saudita no sólo ha impulsado a grupos extremistas en el exterior de sus fronteras, sino que es en sí misma un Estado fundamentalista, regido por una versión particularmente intolerante de la ley islámica, en el cual persisten prácticas bárbaras, entre las que se encuentran los azotes y las lapidaciones como métodos punitivos; Riad procesa la disidencia política mediante ejecuciones sumarias y recurre al terrorismo de Estado en nombre, paradójicamente, de la lucha contra el terrorismo.

Un tercer factor en esta crisis está representado por el inefable Donald Trump, quien con sus declaraciones irresponsables e incendiarias se empeña en propiciar una indeseable escalada en un escenario que ya es sumamente delicado. Además, al azuzar la política intervencionista saudí, el magnate pasa por encima de los esfuerzos de su propio Departamento de Estado para contener un conflicto que amenaza con dinamitar la red de alianzas regionales de Estados Unidos –cuya principal base aérea en Medio Oriente se encuentra precisamente en Qatar–, con lo cual erosiona, acaso de manera irreparable, la credibilidad de su propio país en la función que se ha arrogado como garante del orden global.