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Carlos Montemayor en 2017
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Carlos Montemayor (1947-2010)Foto cortesía de Susana de la Garza
M

éxico tiene yacimientos inexplorados. México es un país-patrimonio, por tanta riqueza que contiene. México podría vivir de sus esplendores culturales y de su creatividad e ingenio.

La relectura de Carlos Montemayor me inspira estas reflexiones. Abro un libro suyo y encuentro poesía madura, intensa, sopesada y apasionada, y prosa estricta y valiente: la poesía y la prosa de un maestro.

El medio literario no es un medio fácil; además, no vive un momento fácil: a la endémica insuficiencia de lectores (la oferta literaria es mucha y puede ser muy buena; la demanda no basta para crearle condiciones justas a esa oferta) se suma la fuga de muchos de esos pocos lectores hacia las redes sociales y hacia las series televisivas. En este contexto, resulta grato asistir a un raro y muy apreciable momento de justicia: el inicio en nuestra Universidad Nacional Autónoma de México de los festejos y reconocimientos que terminarán de colocar a Carlos en el sitio que le corresponde. Hace unos 40 años José Emilio Pacheco llamó a otro Carlos el más joven de nuestros clásicos: Carlos Pellicer había nacido en 1897. Ahora esa denominación puede pertenecerle a Montemayor, nacido 50 años después de Pellicer, hace justos siete decenios.

El joven de Parral, Chihuahua, tuvo un inicio deslumbrante: sus cuentos Las llaves de Urgel a los 24 años de edad ya prometían una trayectoria asombrosa. Después la vida y el sentido del deber lo llevaron de aquí para allá, como lo expresa en su Arte poética i:

la ira entre quincenas y casas prestadas y ropas que envejecen;
la esperanza entre deudas y calles compartidas con días monótonos
y con mañanas cuya única dulzura es el agua que nos baña

Y en esas difíciles condiciones escribió obra perdurable. También lo acució la responsabilidad de ser heredero de la literatura de la generación inmediata anterior, esto es, de los autores del medio siglo de Oro mexicano: Juan Rulfo, Octavio Paz, Juan José Arreola, Rubén Bonifaz Nuño y Carlos Fuentes, entre otros. Y del medio siglo de oro latinoamericano: Jorge Luis Borges, Gabriel García Márquez, Julio Cortázar, Juan Carlos Onetti, José María Arguedas, Augusto Roa Bastos…

No, no era fácil haber nacido en 1947, después de aquellos gigantes que hicieron obra personal y fundaron o bien una escritura y una visión del mundo o bien entidades e incluso instituciones a las que ahora había que preservar (el propio Carlos fue director fundador de la Dirección General de Difusión Cultural de la Universidad Autónoma Metropolitana en 1980).

Montemayor estuvo muy cerca de Rubén Bonifaz Nuño. Era la época en que un vate formaba y arropaba a sus discípulos como un pintor del Renacimiento italiano reunía a los jóvenes en torno suyo. Pero la poesía no es la pintura ni es la música. El poeta polaco Adam Zagajewski acaba de decir que el pintor es sedentario, el músico es cosmopolita y el poeta es un emigrante a solas que con un patrimonio ridículo (ni lienzos ni guitarras; ni grandes paredes para murales ni grandes orquestas) se balancea al borde del abismo, a caballo entre continentes (El País, viernes 9 de junio de 2017, p. 26). Y si la más temprana muestra de genio de Leonardo da Vinci son dos ángeles en una esquina de un gran cuadro de su maestro Andrea de Verrochio y si las últimas notas del Requiem de Mozart fueron escritas por Süssmayr, discípulo del genio recién muerto, en cambio un poeta joven no puede escribir dos versos en una esquina del poema de su maestro; tampoco puede rematar la partitura que su maestro dejó inconclusa. Los poemas inconclusos se quedan inconclusos para siempre, como El sueño de los guantes negros, de Ramón López Velarde. Carlos fue discípulo de don Rubén sin que sus escrituras pudieran mezclarse y sin que el maestro pudiera cuidar de cerca al discípulo mientras éste le hacía los primeros trasteos al toro bravo de la vida y al toro bravo de la poesía. Queda, en todo caso, el modelo del maestro y del discípulo, con el sorpresivo pesar de que el discípulo se nos fue antes (2010) que el maestro (2013).

No invoco en vano los nombres de Rubén Bonifaz Nuño y Ramón López Velarde. Ellos dos y Carlos son los tres poetas mexicanos que –a mi juicio– le han escrito a la mujer con más devoción y más belleza, y estoy seguro de que Citerea, de Montemayor, es uno de los poemas de amor más hermosos de la lengua española:

Oh Ella:
la bienevocada,
la de la furia y el arrepentimiento…

Dos antologías llegan a mi escritorio. Una reúne poemas, otra cuentos y fragmentos de novela de Carlos Montemayor. Ante un escritor tan estricto como él, tan consciente del deber del poeta y del prosista ante sus lectores, resulta interesante repasar qué textos seleccionó. Abril y otras estaciones (1977-1989) apareció en el Fondo de Cultura Económica; La tormenta y otras historias es una edición de nuestra Universidad Nacional Autónoma de México, en homenaje a uno de sus alumnos apreciados. Ambos libros son espléndidos; ambas antologías son de antología por lo bien escritas, bien seleccionadas y bien editadas.

El salmantino fray Luis de León es una de las primeras conciencias explícitas en nuestra lengua acerca de que el poeta y aun el prosista, sin ser músicos, se deben a la música de las palabras –eufonía y ritmo– y, sin ser pintores, se deben a la plasticidad de la imagen final de cada página, conforme al tamaño de los versos o los párrafos. Escribió fray Luis de León: de las palabras que todos hablan, elige las que convienen, y mira el sonido dellas, y aun cuenta a vezes las letras, y las pesa, y las mide y las compone. A esta estirpe pertenece, ya para siempre, mientras haya lengua española, Carlos Montemayor, quien por cierto era músico y buen cantante: una conciencia aguda, que nuestra Universidad preservaba y prolongaba allá por los años 70 gracias a los talleres de Juan José Arreola y Ricardo Garibay en aulas memorables de la Facultad de Filosofía y Letras.

Al leer poemas tan eficaces y entrañables como Memoria para las hermanas, Parral, Hoy estamos en la vida y Catedral, y al seguir la trama de un cuento tan bien escrito como La tormenta, pienso que las habilidades básicas del poeta, como las del pintor y las del músico, deberían declararse patrimonio intangible de la humanidad en riesgo de extinción: los lectores debemos apreciar un buen poema, una buena partitura, un buen dibujo, a partir de las depuradísimas habilidades del oído poético, del oído musical, de la mano capaz del trazo evidente y del color y el ritmo visual y no sólo acústico. Cito tan sólo un par de versos de Memoria para las hermanas, homenaje tanto a las raíces familiares como al terruño:

A lo lejos, en las huertas,
junto a los niños que juegan,
caen las sombras de los nogales.
Y como un rumor de muchas tardes juntas,
de árboles o de voces,
siento que en el viento que atraviesa el monte
pasa el mismo viento de hace muchas tardes (p. 83).

El terruño es el refugio de la infancia. En La tormenta se ve amenazado por la lluvia que no cesa. El niño se angustia porque la crecida del río podría arrasar el cementerio y llevarse consigo la tumba y los huesos del abuelo Refugio. El abuelo es en el poeta una figura tutelar, protectora, providente. Su ausencia es un dolor de vida. Todos vivimos La tormenta y por eso es un cuento digno de volverse clásico: todos experimentamos la angustia de que la tormenta de los años desborde los ríos de la conciencia y se lleve la memoria de nuestros fieles difuntos (la expresión es de mucha gente y es de López Velarde).

Los maestros fundaron entidades e incluso instituciones. Paul Ricoeur entiende que el padre es fundador de instituciones que protegen a la progenie y la orienta. Otro lazo fortísimo entre Rubén Bonifaz, nacido en 1923, y Carlos Montemayor, nacido en 1947, fue la pasión por las letras clásicas. Y ambos destinaron sus últimos años a las letras y las culturas amerindias. Montemayor se movió entre la lírica y la narrativa.

Los griegos supieron, con Aristóteles y Sófocles a la cabeza, que los personajes se matan unos a otros para que las personas no se maten; los personajes se hacen daño unos a otros para que las personas no se hagan daño. Las novelas y varios cuentos de Carlos Montemayor cumplen el principio clásico de expresar los momentos cruciales de una comunidad entera a modo de testimonio y también de conjuro y catarsis, confiando en que la comunidad calme sus tensiones al verlas reflejadas en conflictos que desembocan en una tragedia que es inexorable en la literatura para que no lo sea en la vida.

Significativo es el título de la novela Guerra en el paraíso. ¿Cómo puede haber violencia extrema en un lugar ameno como el que acabamos de ver en el poema? Quedémonos con esta pregunta, duda y cuestión: México entero como una cornucopia desgarrada y trágica. Quedémonos con la prosa precisa y visual de Carlos Montemayor. Escuchemos esta escena situada hace justos 50 años, el 18 de mayo de 1967

Lucio reinstaló el cargador de su pistola escuadra y cortó cartucho; luego bajó suavemente el martillete para dejar alojada la bala y metió el arma en su cintura, debajo de la camisa suelta de algodón. Salió al patio. El sol caía a pleno, abrillantando todo, los árboles, el ruido de los pájaros y de niños. De todos los salones salían los alumnos como si se volcaran grandes recipientes en el recreo. A lo lejos se veía el Cerro del Suspiro, con su mole oscura deslizándose hacia Las Trincheras, hacia Ixtla, Alcholoa. Más allá se veía la Sierra Alta, azul, blanquecina, y un cielo despejado con un sol que calentaba el aire, la tierra. Todos los niños corrían, gritaban bajo los almendros, se trepaban en ellos, caían como los pájaros en la sombra del árbol de zapote. Vio a dos maestras del lado opuesto del patio; las saludó agitando la mano. El conserje atravesó el patio.

–¿Cómo estás, Imeldo? –le dijo, sonriente.

Una pelota cayó cerca de ellos (La tormenta y otras historias, pp. 213-214).

La lírica y la narrativa de Carlos Montemayor se filtran, destilan y condensan en las tensiones de este título: Guerra en el paraíso. Sus ensayos se mueven entre el cálido homenaje a otro gran universitario –Antonio Castro Leal en el discurso de ingreso a la Academia– y los análisis de una experiencia que él conoció bien: los movimientos armados de reivindicación social y cultural de los años 90.

Por cierto, les recomiendo ir a ver Romeo y Julieta en la traducción de Alfredo Michel, el máximo especialista en Shakespeare en nuestro país, profesor –no podía ser de otro modo– de nuestra Universidad Nacional.

* Titular de la Coordinación de Humanidades de la UNAM