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Apuntes postsoviéticos

Rivales

A

poco de que se produzca el primer encuentro entre los presidentes Vladimir Putin, de Rusia, y Donald Trump, de Estados Unidos –lejos del horizonte de optimismo que engañosamente auguraba el discurso electoral del magnate: durante un receso de la Cumbre del G-20 en Hamburgo–, el Kremlin sabe que la relación bilateral no depende ya de la química personal entre sus mandatarios, si pudiera haberla con todo lo que ha salido a la luz con la supuesta injerencia rusa en los asuntos domésticos estadunidenses.

¿Qué empatía puede haber entre los presidentes después de hacerse público que quien llegó a ocupar el influyente cargo de consejero de seguridad nacional de Trump, Michael Flynn, cobró decenas de miles de dólares por simplemente sentarse a cenar, en un acto propagandístico, en la misma mesa que Putin?

Dicen, quienes lo justifican, que todo el mundo cobra por ese tipo de servicios y hasta les parece normal, aunque no lo digan en voz alta, ofrecer a políticos extranjeros –a cambio de ciertos favores– financiamiento desde Moscú, como se publicó que hicieron con la derechista francesa Marine Le Pen, por mencionar un caso. No parece la vía más sensata para ganar amigos y, a la larga, resulta contraproducente al trascender ese tipo de compromisos y convertirse en escándalo.

De un tiempo para acá, funcionarios rusos de primer nivel y hasta el propio Putin, sin admitir que se equivocaron al creer que el triunfo del candidato republicano traería una mejoría en los vínculos entre Moscú y Washington, coinciden en que la posibilidad de reducir la confrontación entre ambos es cada vez más remota al convertirse la trama rusa, en el quehacer interno estadunidense, en demoledor instrumento para maniatar a Trump.

El Kremlin atribuye las acciones inamistosas a que son parte de la lucha por el poder en Estados Unidos y reconoce que, en realidad, buscan contener a Rusia, a la que consideran un competidor peligroso.

Ciertamente, pero –comparado con los tiempos soviéticos– hay una gran diferencia. Ahora no se trata de una disputa de ideologías antagónicas ni se enfrentan sistemas políticos y sociales contrapuestos, sino los países capitalistas con los mayores arsenales nucleares compiten por obtener más ganancias económicas, en última instancia, para los privilegiados a la sombra de cada gobernante.

Con las recientes sanciones adoptadas por el Senado de Estados Unidos, que ponen a Trump en una situación de completa impotencia respecto de la formulación de la política hacia Rusia, quedó claro que Washington y Moscú, de aliados estratégicos –¡con qué facilidad se devalúa el adjetivo!– en la lucha contra el terrorismo internacional desde la administración de George W. Bush son lo que han sido siempre: rivales.

Y seguirán siendo rivales, aunque el Kremlin y la Casa Blanca sabrán encontrar puntos de coincidencia.