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Un país sin democracia
H

ay en nuestro país una moda intelectual, que amenaza convertirse en una plaga, la de los estudiosos de la transición democrática o transicionólogos, que dicen estudiar un suceso que ya ocurrió, felizmente terminado porque, para ellos, vivimos en una democracia plena. Entre quienes han escrito libros en que se asegura tal disparate figuran Vicente Fox, dos ex presidentes del órgano electoral, José Woldenberg y Luis Carlos Ugalde, además del actual, Lorenzo Córdova, y numerosos investigadores de la UNAM, el Colmex, el ITAM, el CIDE… En su mayoría no usan la palabra fraude para referirse a las elecciones de 1988. Casi todos emplearon su capital intelectual en limpiar ante la opinión pública las elecciones de 2006. Sus argumentos los repiten presidentes de la República, consejeros electorales y dirigentes de PAN y PRI.

Democracia plena, dicen. Hace un año, cuando en Veracruz mirábamos un espectáculo tan poco edificante como el del mes que concluye en el estado de México, recordábamos con Giovani Sartori que la democracia representativa presupone el Estado liberal-constitucional y límites al ejercicio del poder, así como un sistema de partidos que permita la agregación y canalización del voto.

Los transicionólogos suelen citar a Sartori… cuando les conviene: para el teórico italiano, uno de los valores fundamentales de la democracia es la confianza, y ésa, requiere árbitros. Si no hay confianza, no hay democracia. Demasiados regímenes actuales se empeñan en mejorar los instrumentos electorales. En la mayoría de ellos la construcción de los árbitros es realizada por acciones interesadas, gestionada sólo por animales utilitarios, egoísmos racionalmente calculados. Los gobernantes están perdiendo la confianza de los gobernados. Cuando eso pasa, la democracia no es tal.

Otros pensadores citados por los transicionólogos también lo dicen: Michelangelo Bovero asegura que la democracia se basa en un conjunto de reglas que permiten la participación de las personas en el proceso de la toma de decisiones políticas, y que esto sólo ocurre cuando existe como precondición una garantía institucional de valores, entre los que cuenta de manera fundamental la confianza en el proceso de elección. Sin confianza en el proceso de elección no puede hablarse de democracia. Si un régimen que se dice democrático no cumple esos prerrequisitos, la democracia se vuelve aparente y engañosa para los ciudadanos. Es decir, es un régimen no democrático en la práctica.

Scott Mainwaring y Timothy Scully, estudiosos muy apreciados por los transicionólogos, dicen que una de las cuatro condiciones imprescindibles para que haya un verdadero sistema de partidos es la existencia de reglas y estructuras razonablemente estables, lo cual requiere de un organismo que cuente con la suficiente legitimidad para establecer las reglas del juego y que dichas reglas sean aceptadas por todos los partidos políticos.

Para Norberto Bobbio, en todo sistema de partidos se provocan fuertes tensiones y divisiones irreconciliables cuando no se ha logrado un acuerdo sobre las reglas. La legitimidad del árbitro electoral es fundamental para que eso no ocurra.

Adam Przeworski afirma que la democracia es simplemente un sistema en el cual los partidos pierden elecciones. Para ello, debe existir una completa certidumbre en los procedimientos electorales y una completa incertidumbre en los resultados. Para que el derrotado acepte su derrota y vuelva a competir bajo las mismas reglas, es indispensable la confianza en las instituciones democráticas, en el árbitro.

¿Se cumplen estas condiciones en México? En sus estudios, los transicionólogos omiten el hecho contundente de que en 2003 uno de los tres principales partidos declaró que se había destruido la neutralidad y la confianza en el árbitro. Un árbitro cuya actuación fue sumamente cuestionada en las siguientes elecciones presidenciales (donde se cometió fraude y se violó la ley). Esa confianza no se ha reconstruido: al contrario.

Nada de esto existe para los transicionólogos, como no existe el fraude de 2006, demostrado por José Antonio Crespo, hablan las actas. Para ellos, no rompen la normalidad democrática los hechos probados de 2006 y 2012 (y 2016 en Veracruz y 2017 en el estado de México).

Nada de eso altera sus certezas: La descarada impertinencia presidencial, la genialidad derechista promotora de las campañas para sembrar el miedo y la intromisión ilegal de la cúpula empresarial en la contienda electoral, tal como resume un transicionólogo que añade que todo eso existió, pero que, como (en su imaginación) los votantes pudieron sufragar con entera libertad, la condición básica de la democracia estuvo plenamente vigente y, por tanto, los resultados tienen plena validez (la desvergüenza es de Ricardo Becerra sobre 2006, no de Ciro Murayama sobre 2017).

¿Democracia? Si la oposición desconfía fundadamente del árbitro, no hay democracia. Hagamos a un lado el repertorio de corruptelas, trapacerías y fraudes. Basta con esa condición. No lo digo yo: lo dicen los teóricos en quienes se fundan los transicionólogos.

Twitter: @HistoriaPedro