Opinión
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Aprender a Morir

Finales clandestinos

E

ngaños, manipulación mediática, razones de Estado, información confidencial, decisiones cupulares, estadísticas amañadas, votos redistribuidos y, mero arriba, la democracia, esa jaculatoria mágica para el manejo discrecional y conveniente de los sistemas políticos animados por la dominación de seres y de cosas, en un planeta renuente a evolucionar, por decisión de algunos y aprobación de las mayorías.

Por ello, si de aprender a vivir sabemos poco, de aprender a morir no queremos saber nada, una vez que compramos todo lo comprable e incluso algo que no es vendible por su impagable precio: la libertad de pensar y actuar por uno mismo, una vez sacudidas y desechadas programaciones, condicionamientos, responsabilidades y obligaciones innecesarias y valores transmitidos en la familia, la escuela y la televisión, donde la muerte es maquillada hasta parecer lejana o irreal.

El que ha logrado nacer ha empezado a morir, poco importa cómo, cuándo y dónde, si lo piensa, lo acepta o lo rechaza. Sin embargo, por esa ancestral limitación para aprender a vivir es que nuestra condición de mortales apenas sirve de pretexto para creer, trabajar, procrear, enfermar y morir naturalmente, es decir, cuando la voluntad del ser supremo lo determine, no antes, que la vida la da Dios y él la quita, junto con la conciencia y la libertad puestas a su servicio, no al del portador, con razón y dignidad condicionadas.

Sin embargo, cuando la muerte continúa sometida a un deber ser de catecismo, a un soportar hasta el final y a una sacralización del sufrimiento, algunos llevan esa conciencia y esa libertad hasta sus últimas consecuencias, en tanto partidos políticos, cumplidos funcionarios, médicos y predicadores se ocupan, sin lograrlo, de procurar salud, mientras el derecho a una muerte digna sigue a la espera de debates inteligentes por humanos, no por piadosos.

Renuente a evolucionar, el planeta aún tipifica, salvo excepciones, eutanasia y suicidio médicamente asistido como formas de asesinato, por lo que a la ciudadanía no le queda sino acompañar, al costo que sea, a sus enfermos terminales o desahuciados; ayudarlos a bien morir o abandonarlos a su suerte, lo que favorece el aumento considerable de muertes clandestinas o, como dirían los legalistas, de asesinatos ignorados por las celosas instituciones. Invocar una atención al moribundo mediante cuidados paliativos, es otra manera de rehuir el problema.