Cultura
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El ideal quijotesco
P

ara León Felipe, quien conoció el horror de la guerra y la morada del exilio, don Quijote es el poeta prometeico que se escapa de la crónica y entra en la historia hecho símbolo y carne vestido de payaso y gritando por todos los caminos ¡Justicia! ¡Justicia! ¡Justicia!... Sólo la risa del mundo abierta y rota como un trueno le responde. ¡Oh paradoja monstruosa! Todas las voces de la tierra, zumbando en coro, haciendo rueda en los oídos de ese pobre payaso, el gran defensor de la justicia, con ese estribillo de matraca ¡No hay justicia!... ¡No hay justicia!... ¡No hay justicia!...

Mal de archivo eterno retorno de lo igual. Compulsión a la repetición. Dolor y desgarramiento. En estos difíciles momentos, la larga lista de injusticias del país crece de manera galopante. En el contexto internacional de la violencia verbal del presidente de Estados Unidos, Donald Trump, que amenaza volverse real.

La pobreza y aun la miseria no excluyen la dignidad, lo mismo ayer que hoy en la casta. Esa casta que heredamos y requerimos para enfrentar nuestro idealismo mágico al pragmatismo propiciador del hambre de los marginales unida como consecuencia a la violencia extrema.

¿Dónde está nuestra dignidad? Porque este detalle tiene seguramente milenios de formación secreta, y no es precisamente con esquemas económicos, a base de estadísticas, como se pueden encontrar los hilos que nos llevan a través de hilos mágicos, sean nacionales, sensoriales, climáticos, educativos, sexuales, hasta su raíz.

El campesino se pone en las botas del vencido –El Quijote– y se siente atraído y hasta cautivado por lo que dice y no dice; lo que sugiere, entresaca, hurga e ironiza traduciendo caracteres y perfiles que para nosotros mismos, sus fraternos de otras ciudades y latitudes patrias, se nos aparecen como distintos, indescifrables. Sí, distintos incluso como símbolo, cultura y entidad social. Con unas tradiciones, gustos, cocina y preferencias que no sabemos interpretar; fiestas que no entendemos, pero sorprenden al margen de las condiciones sociopolíticas, desfavorables para ellos.

Tan humillado ha sido el campesino del norte, como el del sur o el del centro. Pero, ¿qué nos da, además del distintivo geográfico, saber que pasaron más frío, más hambre o más humillaciones o son más violentos? Nada. De la cultura que formaron esos míseros campesinos, está la gran jugada histórica mexicana, de la que nada sabemos. El campesino indígena está imbuido de una magia que desconocemos y es intimidad, coquetería, vejez: vacío, tristeza, pero que nada tienen que ver con el malhumor y el aburrimiento. Magia que se define con propiedad, y deja flotar sus maleficios y casta heredada que sólo captan quienes simpatizan con él.

Cada campesino es un repertorio de gestos, trazos, y su cultura calará cuando cada una de las partes constituyentes de su casta se manifieste con un estilo propio en las mil pequeñeces a los que la vida en común con los diferentes imprima sello dándoles hechura. Un pueblo que ha extraído de sus entrañas un canto ranchero alquilatrado y sabio y una comida matizada por el chile que durante siglos puede no ser nada, pues confía en su inmortalidad, seguro que su merecimiento no podrá ser escuchado en el olvido.