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Otras facetas luminosas
H

ace unos días falleció José Luis Cuevas, artista plástico sobresaliente, quien siendo muy joven propuso un nuevo camino en el arte, al encabezar una corriente que se conoció como la Ruptura, en contraposición a la Escuela Mexicana, que encabezaban Diego Rivera, José Clemente Orozco y David Alfaro Siqueiros. Este último había declarado: No hay más ruta que la nuestra. Cuevas la llamó La cortina de nopal.

De todo ello se ha hablado mucho a partir de su muerte, así como del gran valor de su obra: dibujo, acuarela y escultura. Pero hay otras facetas de su vida que son importantes destacar. Una de ellas es su enorme amor por el Centro Histórico de nuestra ciudad. A lo largo de los años logró conjuntar una magnífica colección de obras de artistas latinoamericanos y grabados de Picasso. Con gran generosidad decidió donarlos al pueblo de México junto con su obra.

El gobierno de la ciudad se comprometió a conseguir un inmueble; Cuevas insistió en que debía de estar en el Centro Histórico, que en esa época estaba muy deteriorado. Creía que el recinto podía ayudar a que se materializara el interés que habían expresado las autoridades por rescatar el lugar.

El artista nació y vivió su infancia en los altos de la fabrica de lápices El Águila, propiedad de su abuelo, situada junto a la calle de Cuauhtemotzin, en ese entonces muy concurrida por las prostitutas que deambulaban en la zona. Ambos hechos fueron determinantes en su vocación de dibujante, pintor y escultor. Su pasatiempo favorito desde que tenía dos años de edad era utilizar los distintos lápices que lo rodeaban para dibujar incansablemente en cuanto papel encontraba.

La visión de las mujeres que paseaban por la famosa calle en busca de clientes y la de los teporochos que nunca faltaban, despertaron su fértil imaginación y lo inspiraron para crear ese estilo tan propio, que le dio un lugar preponderante en el mundo del arte.

Fanático cineasta, el séptimo arte también lo nutrió de imágenes que se reflejan en su obra. Ese gusto lo desarrolló en los cines del centro, ubicados principalmente en San Juan de Letrán.

Siempre conservó el amor por esas calles, por ello, con paciencia, durante largo tiempo acompañado con la gente del gobierno capitalino buscó y buscó. Finalmente encontraron el claustro del antiguo convento de Santa Inés, soberbia construcción del siglo XVIII, convertida en bodegas de pedacería de trapo, invadido el majestuoso patio de edificaciones viles.

La restauración fue larga y difícil, debido al severo deterioro que padecía; felizmente, en 1992 se inauguró el Museo José Luis Cuevas, a unos pasos de la Academia de San Carlos, donde se formaron a lo largo de 250 años muchos de los mejores artistas y arquitectos del país.

Ese día apareció en público por vez primera la escultura monumental bautizada como La Giganta. Preside el bello patio que Manuel Tolsá remodeló a finales del siglo XVIII.

En el homenaje que le organizó el Consejo de la Crónica hace unos años dijo: Amo a mi ciudad como sólo puede amarse una sola vez en la vida a esas esposas plagadas de defectos, pero a las que uno jamás traicionaría, y afirmó: La ciudad está siempre conmigo, vive en mi, la llevo conmigo en mis viajes, como cobijada debajo de mi camisa.

A lo largo de muchos años publicó deliciosas crónicas tituladas Cuevarios, que nos permitieron conocer la vida de la Ciudad de México a partir de los años 50; sus calles, gente, cines, arquitectura y maneras de pensar. El detalle con que describe situaciones, lugares y personas, convierten a José Luis Cuevas en uno de los grandes cronistas de la capital.

Se acabó el espacio, así es que vamos a comer al restaurante predilecto de Cuevas: El Cardenal. Siempre pedía la sopa de fideo seco. Parco en el comer, a veces lo convencíamos de compartir el lomo de robalo a la talla y al final daba una probada al pan de elote con natas.