Cultura
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El duende de José Luis Cuevas
C

onocí a Cuevas en el Excélsior de Scherer en 1966. Él era ya l’enfant terrible y no sólo del arte. Yo era una preparatoriana, menor de edad, que asistía a un curso de periodismo en ese diario al lado de Armando Ponce.

Poco a poco, me fui haciendo una habitante del doble edificio del viejo Excélsior, el cual recorría desde la oficina de editorialistas hasta los archivos y la negruzca imprenta. Me topé con Cuevas una tarde calurosa. Desde ese entonces, se fue estableciendo una amistad donde la risa era espontánea y destruía cualquier máscara o disimulo. No había excepción que se salvara de la causticidad de su sentido de lo irrisorio. Ni siquiera él mismo escapaba a la lucidez de su visión y a su burla.

Así, era capaz de autoimitarse, a la manera de sus autorretratos monstruosos, y ponerse en escena. Un ejemplo entre otros: el velorio de David Alfaro Siqueiros. Enterada de la muerte del muralista, Bertha quería que la acompañara a la funeraria.

Gatito, prepárate, ponte un traje y una corbata, narra José Luis remedando la voz de su mujer. “No, de ninguna manera, estaba decidido a no asistir al velorio. Tengo horror de las capillas fúnebres. Bertha me insistía mientras se vestía de negro y buscaba un sombrerito con un velito de encaje que le cubriese lo alto del rostro pero le dejara libre la boquita pintada de rojo para poder fumar. No me dejé convencer a pesar de sus argumentos sobre la presencia de cientos de periodistas que estarían presentes. No tardó en llegar a la funeraria cuando ya estaba telefoneándome para decir que Angélica Siqueiros preguntaba por mí. No me quedó otra que trasladarme al velorio. Sin traje ni corbata, claro. Bueno, acepté ponerme una chamarra negra. Cuando entré a la capilla fúnebre, vi en seguida a Ber-tha instalada junto a Angélica recibiendo los pésames, las dos chiquitas con los labios bien pintados de rojo y los velitos escondiendo sus miradas. Me dirigí a Angélica y me lancé en un discurso sobre lo ineluctable de la muerte: Nadie escapa, no somos nada, polvo, cenizas… Angélica me interrumpió para decirme que el New York Times había dedicado un artículo en primera plana sobre el fallecimiento de David. Qué importancia tiene eso frente a la eternidad, vanidades y orgullo, Angélica. Ella trataba de interrumpirme pero yo ya estaba lanzado. Mi horror por la muerte, nuestras desapariciones, la nada”, relata José Luis imitándose con un remedo irónico de sus lamentaciones. De repente, oigo a Angélica decirme que en el artículo hablan de mí. Le arranco el diario y me lanzo hacia el ataúd, sobre el cual extiendo el periódico buscando mi nombre. Angélica me indica que la nota sigue en interiores. Lo abro y leo mi nombre. Arranco el pedazo de la hoja que guardo en un bolsillo, recuperado mi optimismo.

Travieso como un duende, Cuevas no podía evitarse bromas ni imitaciones. En una cena de Año Nuevo en casa de Julieta y Enrique González Pedrero, una admirativa poeta recitaba al oído de Octavio Paz un poema de éste. Paz la oía con satisfacción aunque le señaló que él nunca puso ninguna coma que pudiese indicar una pausa hecha por ella. A unos cuantos metros, José Luis se puso a imitarlos para regocijo de quienes lo oíamos.

José Luis me permitió compartir algunas de sus bromas. Al pintor Jorge Camacho, a cuya dirección en París hacía llegar las picantes cartas de las amadas modelos, sus chiquitas, le pedía leérselas al teléfono, cuyo auricular me pasaba. La estentórea y ronca voz varonil de Jorge recitaba los detalles de caricias íntimas que una pareja se dice en la cama. Escuchar el vozarrón, a veces algo jadeante, de Camacho leyendo algunas descripciones más que eróticas, tratando de feminizar su voz con algunos agudos, obligado incluso a repetir una frase que José Luis simulaba haber mal escuchado, era un motivo de jovialidad contagiosa.

Su recuerdo será siempre una cascada de risa. Una mirada de observador implacable de los otros y de sí mismo.