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El río Rojo
E

l 6 de julio de 1892 ocurrió una de las batallas más feroces y más dramáticas de la lucha de clases entre la clase trabajadora y el creciente poder corporativo del siglo 19. Durante 12 horas se mantuvo el ataque en las orillas del río Monongahela por parte de las fuerzas privadas de seguridad de la empresa de Andrew Carnegie, en contra de los obreros de la industria acerera en el poblado de Homestead, a 30 minutos de la ciudad de Pittsburgh, Pennsylvania.

El violento conflicto dejó 10 personas muertas por armas de fuego, 7 trabajadores y 3 policías. Aunque no fue el encuentro más sangriento dentro del territorio estadunidense, sí representó un cambio importante en las relaciones y la producción industrial, en las condiciones de trabajo, así como en las consecuencias de largo plazo en la pobreza y la desigualdad social y el casi intocable poder privado que todavía prevalece al día de hoy.

En 1892 Carnegie Steel era una de las corporaciones industriales más poderosas del mundo y tenía una planta laboral de 20 mil trabajadores, afiliados a la Asociación Amalgamada de los Trabajadores del Hierro y el Acero. La huelga se inició porque la empresa en una negociación de contrato colectivo decidió unilateralmente amarrar los salarios a los precios del acero que estaban declinando, además de imponer jornadas laborales de 12 horas al día y de no respetar el derecho de los trabajadores a la libre asociación, ya que en esa época los sindicatos no tenían el reconocimiento oficial, sino sólo como asociaciones.

Carnegie viajó antes del conflicto, se dice que intencionalmente a Escocia, pero contrató durante ese tiempo a un gerente de nombre Henry Clay Frick que tenía un desprecio profundo hacia los trabajadores y que venía de otras empresas que nunca tuvieron un sindicato. Su arrogancia lo llevó a poner condiciones que el personal no podía aceptar, provocando el conflicto de huelga, tal como todavía sucede frecuentemente en la actualidad.

Una vez estallada la huelga, Frick contrató a 300 policías privados fuertemente armados para atacar a los huelguistas en la madrugada del 6 de julio de 1892, desde unas barcazas que llegaron por el río disparando, hiriendo y asesinando a sangre fría a trabajadores, con lo cual el agua se llenó de sangre por eso se le conoce también como el río Rojo. A pesar de la violencia, los miembros de la asociación sindical respondieron y tres de los policías fueron abatidos. Al final los trabajadores resistieron, rodearon a los atacantes, los cuales se rindieron y les quemaron las lanchas o barcazas con las que llegaron.

Los trabajadores ganaron la batalla pero perdieron la guerra porque entró el ejército, muchos fueron despedidos y la empresa reabrió unos meses después con una gran cantidad de esquiroles y contratistas traídos de otras partes de Estados Unidos, tal como lo hizo Grupo México de Germán Feliciano Larrea en la mina de Cananea de Sonora en el año 2010, cuando trajo a decenas de centroamericanos y del sur del país para desplazar a los auténticos y verdaderos trabajadores mineros de esa importante localidad.

A pesar de esta batalla histórica, el capitalismo estadunidense tomó casi 50 años para que eventualmente se humanizara y diera paso a que las organizaciones políticas y sindicales obtuvieran salarios más justos y elevados, lograran mejores condiciones de trabajo, de seguridad, salud e higiene y para la protección y la regulación legal en favor de los trabajadores, las comunidades y el medio ambiente. Esos triunfos han sido, sin embargo, sujetos de constantes ataques por parte de aquellos que son los campeones de la desigualdad y de los privilegios. Hoy estamos viviendo la misma tendencia y concentración de poder en favor de unos cuantos.

De ahí que la invitación que recibí para ser el orador oficial durante la ceremonia del 125 aniversario de la batalla de Homestead durante la semana pasada, representa una enorme distinción y un gran honor para recordar a esos hombres y mujeres valientes que decidieron hace un siglo y cuarto tomar la historia en sus manos y hacer frente a las fuerzas más radicales y agresivas del capitalismo salvaje que rápidamente cambió la producción industrial, suprimiendo los derechos de los trabajadores en el nombre de la eficiencia del mercado y la creciente utilidad para el capital.

Los actos de resistencia en esos hechos heroicos dieron nacimiento, después de muchas otras guerras, al surgimiento de un movimiento obrero e industrial moderno, a la democracia social y política para los trabajadores y al establecimiento de normas y estándares de justicia económica. Sin embargo, los empresarios capitalistas no descansan. Hoy existe una nueva clase de billonarios que dirigen bancos y muchas corporaciones y que están revolucionando los medios y sistemas de producción, al mismo tiempo que destruyendo las organizaciones sindicales y frenando constantemente las oportunidades para mejorar los salarios y las prestaciones.

Esos mismos empresarios a nivel global, han obligado a los miembros del sector laboral a competir entre ellos mismos con el precio del trabajo y han creado barreras o trincheras al poder de las organizaciones sindicales, sobre la base de los acuerdos comerciales como el TLCAN y el transpacífico, o TPP.

En México, las diferencias entre salarios y utilidades han creado condiciones violentas que representan o recuerdan aquellos tiempos de la batalla de Homestead en 1892. Mientras que nuestra economía ha sido transformada por técnicas de clase mundial como en las industrias automotriz, del acero, mineras y en general de la actividad manufacturera, en otros sectores todavía prevalecen condiciones medievales o feudales. En muchos centros de trabajo el control de la administración es absoluto e incuestionable y está reforzado por los contratos de protección patronal y por las autoridades estatales y federales, que a su vez están controladas por los mismos dueños de las compañías.

Como resultado, los trabajadores de la industria manufacturera mexicana ganan apenas 15 por ciento de lo que reciben sus contrapartes en Estados Unidos, que es la misma proporción que ya existía en 1994 cuando el TLCAN fue establecido. Esas diferencias salariales y la falta de oportunidades ha obligado a muchos mexicanos a emigrar a Estados Unidos.

Al finalizar mi discurso en Homestead les recordé la importancia de la unidad y la solidaridad para trabajar constantemente, con el propósito de alcanzar metas comunes de justicia, respeto y dignidad y así honrar a todos aquellos caídos en la lucha por la justicia económica y social.