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No Sólo de Pan...

Vivimos, también vamos muriendo...

R

etomo la última frase de la pasada colaboración: el mal absoluto se ha asentado en las noticias al grado que el verdadero peligro está en que éstas apaguen las conciencias y la voluntad suficiente para sobrevivir. Pero las conciencias se cultivan desde antes que los ojos se abren a la luz de este mundo, a partir de cierto grado de formación del cerebro y los sentidos, los que le permiten percibir el amor y la música, pero también sufrir los efectos del entorno y de los hábitos de la madre gestante, como son sus emociones y alimentación.

El hecho es que la conciencia abarca cada vez más información sensible e intelectual y el instinto de supervivencia del ser lo mantiene en alerta…, o no, cuando deja caer las ganas de vivir. Cosa que puede suceder al sentirnos sumergidos en el mal absoluto. Y es que este sentimiento es aún más peligroso que el mal en sí mismo, como es el miedo de salir a la calle y ser violada (y asesinada) en un transporte público o desaparecido por policías indignos de su nombre cuando se está paseando al perro al anochecer, miedo que resulta más dañino que la eventualidad, probabilísticamente menor que la realidad cotidiana. Pero se pueden relativizar los riesgos de vivir sin dejar de tener conciencia de estos, porque de ella va a depender nuestra voluntad de sobrevivir, no tanto como un acto de fe sino evitándolos y combatiéndolos.

Nuestro sistema educativo enseña a las nuevas generaciones a leer y escribir rudimentariamente, de tal modo que les fatigará tomar un diario, revista o libro con contenidos que conscienticen por medio de la información, sólo podrán leer lo que les divierte superficialmente y tocar teclados con descuido e ignorancia. Los que pueden acceder a estudios superiores, en su mayoría, se inclinan por la carrera de comunicación (¿para comunicar qué y cómo?), inclinándose a las redituables actividades de diseño, mercadotecnia y computación, pero nadie les enseña (y si es posible se les oculta) qué clase de productos van a mercadear. Peor aún, si ya en funciones llegan a saber qué van a vender, prefieren conservar el puesto y negarse a sí mismos qué venden, llegando incluso con sus familias a adquirir los productos de riesgo.

Por ejemplo, desde que la Coca Cola cumplió, en 2015, 100 años de su lanzamiento al mercado como tónico cerebral vendido en farmacia, y se intensificó la información de que su fórmula adictiva hizo en aquel entonces que se comercializara como bebida común, aparecieron de manera recurrente, en medios internacionales y mexicanos serios, la lista de sus efectos nocivos en la salud humana, pero la cifra de sus ventas no deja de incrementarse gracias al llamado marketing. Otro: cuando se reveló que el tabaco era un cancerígeno fatal y se inició una política de información masiva y reducción de los espacios para su consumo, Phillips Morris dedicó fortunas a comprar voluntades de legisladores y gobernantes en Estados Unidos y Europa logrando parar iniciativas radicales contra su comercialización.

La Food and Drug Administration de Estados Unidos, supuesta supervisora y garante de la calidad e inocuidad de la comida industrializada y las medicinas, recibe fuertes fondos de las empresas de comida chatarra y farmaceútica para impedir, no sólo que se informe al público sobre los riesgos que representa el consumo de muchos de los productos aprobados, sino también impedir la publicidad de alimentos frescos y remedios alternativos. Esto es público y sabido en aquel país.

En cambio, en México pocos se enteran de que la comida industrial que consumimos no sólo tiene como origen las guerras de los siglos XIX y XX, sino que son potencialmente fatales para nuestra salud: el Aji-no-moto, sazonador lanzado al consumo en 1909 y llegado a México en los años 40 del siglo XX; la margarina hidrogenada inventada en Francia y patentada en Holanda en 1872; el concentrado de carne Bovril, icono de la cultura alimentaria inglesa y prohibido en Francia en los años 90; los productos Knorr Suiza, fabricados desde 1873 en Alemania e instalados en México en 1941; las sopas de fideos Maruchan, empresa japonesa instalada en Estados Unidos, cuyo aromatizante (TBHQ) es precursor de tumores de estómago y daños en el ADN; el jugo Maggi, inventado en Suiza a finales del siglo XIX e insertado por Nestlé en el mundo desde 1947; marcas con gamas de productos que contienen, muchos de ellos, glutamato monosódico cancerígeno o acrilonitrilo, un plástico ingerible. Mientras las etiquetas no están obligadas a especificar más que saborizantes a lo que incluso se les permite añadir naturales y en las páginas de Wikipedia se modificó información con omisiones en favor de las transnacionales.