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El estante de lo insólito

La penumbra de sus muertos. Juan Rulfo

Foto
Ilustración Manjarrez

“No es que seamos alzados,
ni le estamos pidiendo limosnas a la luna.
Ni está en nuestro camino buscar
de prisa la covacha
o arrancar pa’l monte
cada que nos cuchilean los perros.
Alguien tendrá que oírnos”.
Juan Rulfo. La fórmula secreta.

Hablar con los muertos

C

como corrido ranchero, la crónica de la vida de Juan Rulfo pasa por las consignas de la infancia violentada, las peripecias adversas para construir una vida posible, el éxito que corona un talento mayor, las controversias con distintos poderes y, en el ocaso terrenal, el peso de andar cargando su propia leyenda. En primer lugar le toca andar el mundo en terrenos de la provincia mexicana que no ha mutado demasiado desde los postreres momentos del fin de la Revolución.

Cuando los caciques se reorganizan, los cotos se institucionalizan y el campo aún tiene sangre sin coagular, el niño Juan Rulfo va andando los días entre un susto y otro, sea por querellas de terrenos y ganado, sea porque un día una improvisada camilla mortuaria le estampa la imagen de su padre muerto a balazos. En esos territorios donde se quiere que lo peor resulte un sueño, los dramas son la esencia de un nuevo día y se extraña tanto a los muertos que uno quiere hablar con ellos como lo hizo en la alborada de la jornada, cuando nadie se imaginaba que habría cirios encendidos por la tarde, Juan Rulfo crece absorbiendo la materia de lo que hoy es literatura magnífica, base de estudio en una cincuentena de países pues, como se ha insistido tanto, Rulfo es el escritor mexicano más traducido y leído en todo el mundo.

La escritura exacta

Lector absoluto, el escritor tapatío se formó intelectualmente por intuición y un evento formidable: un sacerdote puso a resguardo una biblioteca en la casa familiar por temor a que se perdiera en los refuegos cristeros. A Rulfo le sobraba qué leer. Octavio Paz dijo que no confiaba en alguien que hubiera escrito más libros de los que había leído; Rulfo es la elocuencia tangible de esa reflexión. Leyó mucho, escribió poco, pero lo hizo de manera exacta.

Nadie tiene fórmulas para hacer un clásico, de lo contrario no habría distingos memorables sino conjuntos magníficos de obras que ya no asombrarían a lector alguno, acostumbrados a los hechizos de la perfección letrada. Juan Rulfo construye sólo un atado de piezas. No hay una colección Rulfo que requiera librero aparte. Son dos libros, uno de cuentos: El llano en llamas (1953); y una novela: Pedro Páramo (1955). También existe un legajo de argumentos para el cine, y un relato corto que aún se discute si fue concebido como guión o como literatura que es El gallo de oro (como el propio escritor dijo que originalmente fue una novela breve, nos quedamos con eso).

El llano en llamas tiene algunos de los cuentos más estremecedores que puedan conocerse. Cada episodio, relato, o segmento, no es que más el desgranar efemérico de la propia vida de Juan Rulfo, lo que es más notorio en Diles que no me maten, donde un hombre trata de solventar el ocaso de su vida sin que lo crucen los balas por un crimen añejo. Más o menos la clase de tormenta emocional que se dice vivió en su vejez José Guadalupe Nava, evocando la tarde en que asesinó a Juan Nepomuceno Pérez Rulfo, es decir, el padre de Juan. Ese evento marcó el derrotero personal del escritor, en su forma de entender la vida, y la propia creación artística.

Dile al sargento que te deje ver al coronel. Y cuéntale lo viejo que estoy. Lo poco que valgo. ¿Qué ganancia sacará con matarme? Ninguna ganancia. Al fin y al cabo él debe tener un alma. Dile que lo haga por la bendita salvación de su alma.

Por su parte Pedro Páramo es una novela que puede descolocar a cualquier lector, a quien se le exige en cada frase del relato. No es un texto de pinceladas, es un clásico. Rulfo muestra al hombre que busca a su padre en un pueblo remoto. Siempre está todo en otra parte, en el infortunio, en la muerte. Como un destino al que no sabemos que hemos llegado, como la tierra más allá de todas las montañas.

En la reverberación del sol, la llanura parecía una laguna transparente, deshecha en vapores por donde se traslucía un horizonte gris. Y más allá, una línea de montañas. Y todavía más allá, la más remota lejanía.

La marca cinematográfica

El crimen del padre de Juan Rulfo podía ser una página del diario de muchos niños de entonces. Algo que puede leerse muy bien en los documentos de su hijo Juan Carlos Rulfo: El abuelo Cheno y otras historias (1994) y Del olvido al no me acuerdo (1999). Ambos filmes son una intromisión cabal, poética y ciertamente genuina en la vida y, aún más, en la sique del creador. El habla del pueblo, los dichos, las bebidas, los amores, la música, el peligro, el absurdo aborregado de nubes empujadas por vientos de otros mundos (espléndidos pasajes con fotografía en time lapse mientras Jaime Sabines habla al oído del espectador). Como el parroquiano que contempla, escucha y se apropia del entorno en En este pueblo no hay ladrones (Alberto Isaac, 1964), donde se puede apreciar a Rulfo compartiendo escena con el caricaturista Abel Quezada y el escritor Carlos Monsiváis.

Los libros de Rulfo han tocado el cine con variada fortuna, destacando los trabajos de Mitl Valdés (particularmente el largometraje Los confines, de 1987), y la gran producción El gallo de oro (Roberto Gavaldón, 1964), sobre el relato citado, que también tendría segunda versión en manos de Arturo Ripstein con El imperio de la fortuna (1986). De gran importancia fue el texto que hizo para la cinta de Rubén Gámez La fórmula secreta (1965), mucho menos palabras que las que puso en argumentos y guiones, pero de enorme fuerza.

La yunta de jalisco y el escritor imposible

Juan José Arreola, ese maravilloso funámbulo en la pista de circo del arte, declaró que Rulfo era un escritor imposible, ya que los escritores se habían vuelto lo mismo, porque se repetían, escribiendo sólo por oficio. Arreola y Rulfo fueron nombrados La Yunta de Jalisco, en el sentido de los escritores que jalaban el arte del estado tapatío. La amistad entre esos hombres legó muchas frases y fuegos literarios, aunque quizá destaque la afirmación de Rulfo diciendo que Arreola enseñó a leer y escribir a su generación. Juan José Arreola entendió como ninguno la permanencia invariable de Rulfo en la posteridad literaria, mucho antes de los premios, los homenajes, las frases que se dirigían a su estatua de carne y hueso.

La otra visión de un mundo único

Se dice que Rulfo no es un retratista de la escena mexicana sino un creador de su propio mundo en el contexto de México. Veía todo de otra manera, y por lo mismo jamás aceptó una posible relación entre su labor como fotógrafo y la del venerado escritor. Fotografiaba todo y de todo. Personas, escenas, costumbres, arquitecturas (fue muy apreciada su gran exposición sobre las iglesias de México, como un espectro de las múltiples arquitecturas de la fe) y hasta vagones colosales. De las miles de fotografías (resta mucho por admirar, una vez que los materiales salven curadurías rigurosas para ediciones y galerías), se reconoce su maestría en la composición y, más allá de la estética y la sapiencia técnica, su aproximación a los temas frente a la lente. Lo que da una variante admirable en el trabajo que hizo como foto-fijas –además de ser asesor en la veracidad histórica del guión– en el rodaje de la película La escondida (1955) de Roberto Gavaldón, ya que hizo prácticamente dos series gráficas: por un lado, las tomas hechas cámara a cámara, es decir, cuando su material se volvía el punto de vista de la cámara de cine para capturar los fotogramas que venderían la cinta, y aquellos en que buscaba otra óptica para enmarcar los artilugios escenográficos con los actores. Varias de esas fotografías podrían confundirse como auténticas del periodo revolucionario si no tuvieran a María Félix a cuadro, como se aprecia en la gran elocuencia de su material en el libro En los ferrocarriles (editado en 2014 por Fundación Juan Rulfo, UNAM y RM), donde el arrabal y la palidez social es parte de la pequeñez frente a las grandes máquinas.

Hacer citas con los elogios que han hecho muchos grandes literatos sobre Rulfo, de Susan Sontag a Salman Rushdie, de Günter Grass a Jorge Luis Borges, daría para un compendio mayor, pero cerramos con, digamos, una cita clásica sobre el hombre de Sayula, narrador de todos los tiempos:

“A Juan Rulfo se le reprocha mucho que sólo haya escrito Pedro Páramo. Es un error. Para mí los cuentos de Rulfo son tan importantes como su novela Pedro Páramo, que, lo repito, es para mí, si no la mejor, si no la más larga, si no la más importante, sí la más bella de las novelas que se han escrito jamás en lengua castellana. Si yo hubiera escrito Pedro Páramo no me preocuparía, ni volvería a escribir nunca en mi vida”. Gabriel García Márquez.

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